“Me duelen los huesos y lloro”

11.10.2025

Es la única niña de su comunidad y su familia sufre las consecuencias del arsénico

Santiago del Estero.- La tierra está agrietada porque hace varios meses que no llueve. Marcela Bustamante, de solo 3 años, agarra uno de los bidones vacíos en los que sus papás van a cargar agua al pozo de su abuelo y lo pone debajo de un árbol. Acto seguido, hace fuerza para levantar una sillita de madera que pone a su lado. Ella se sienta sobre el bidón y le habla al aire. Enfrente se imagina a su primo Nicolás que acaba de fallecer y le cuenta cosas. Después de su muerte, gran parte de su familia se mudó del paraje El Chañaral (ubicado en el monte santiagueño) a Tucumán, y con ellos se fueron los únicos niños del lugar.











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Se quedó sola. Se instaló el silencio. Pasaron cuatro años. Hoy es una niña de 7 años que se cría aislada de todo, lejos de sus compañeros de escuela, sin otros niños que la hagan reír o enojar. En su casa, solo interactúa con adultos: sus papás, sus abuelos y su tío. Hoy, dice que se aburre y se resigna a extrañar.

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—¿Hay alguna amiga que viva cerca? 

—No, ellas están cerca de la escuela que queda lejos. 

—Cuando estás acá en tu casa, ¿con quién jugás? 

—Sola. —¿Cómo es jugar sola? 

—Triste. 

—¿Tenés algún problema de salud? 

—A veces me duelen los huesos. Acá en los tobillos, las rodillas y después me sube. 

—¿Qué hacés cuando te duele? 

—Lloro. 

Es un día nublado de invierno. Hay 10 grados en El Chañaral, una comunidad en la que solo viven los Bustamante. Queda a 15 kilómetros de San José de Boquerón y está cerca de Piruaj Bajo. Mientras sus padres (Batista Bustamante y Lidia Cuellar) toman unos mates, Marcela se sube a su bicicleta lila y encara para el monte. Tiene puesto un jogging verde, un buzo color salmón, medias y crocs, y hace un esfuerzo por esquivar la bosta fresca y los restos de fuegos apagados. 

El viento le pega en la cara, en sus ojos negros, en su pequeña nariz y cierra la boca para que no le entre polvo. De fondo, lo único que se escucha es el mugido de las vacas que se sorprenden a su paso. Llega a una represa —un charco de agua verdosa y marrón— y de su bolsillo saca una tijera rosa que clava en la tierra para sacar pedazos de barro. Los junta en sus manos, los amasa y de a poco les va dando forma de tortas, platos y tazas como para simular que va a tomar el té.

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    Parece más grande de la edad que tiene: no solo por su tamaño corporal sino también por la soltura con la que interactúa con las personas, la independencia con la que se mueve. "En general, acá las personas son introvertidas, de muy pocas palabras y la interacción es muy medida. Marcela, en cambio, es muy expresiva, enseguida te abraza, te invita a que la acompañes en su bicicleta y te muestra su cuaderno", dice dice Santiago García Pintos, presidente de la Asociación Civil Cynnal, que trabaja para promover el desarrollo integral de las familias del monte santiagueño. 

    Por el lado de su madre, Marcela forma parte de la familia Cuellar que tiene muchos miembros con síntomas de hidroarsenicismo crónico regional endémico (Hacre), una enfermedad causada por el consumo prolongado de agua con altos niveles de arsénico. "Acá en la zona encontrás mucho de eso. Hay síntomas que están bastante identificados, uno puede ver en los niños que tienen una piel endurecida, que se les hacen como pequitas. A los adultos se les empieza a cuartear, a romper, y eso puede derivar en un cáncer de piel. Los dientes empiezan a mancharse hasta que se terminan cayendo. Se sabe que el arsénico puede producir cáncer de riñón, de hígado y se sospecha que muchos de los cánceres de pulmón que hubo acá, pueden haber tenido que ver con eso", afirma García Pintos.

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    Lidia Cuellar es de contextura muy magra, siempre usa el pelo recogido con una gomita y habla entre susurros. Está sentada en la galería de su casa -en donde la familia pasa la mayor parte de su día- y levanta la pava de las brasas que tiene entre las piernas para servirle el último mate a Batista. Se apura para ir hasta la cisterna, bajar el balde y cargarlo con la poca agua que les queda de lluvia. Rellena la pava y la pone a calentar. 

    Ella nació en Piruaj Bajo, una comunidad en la que hoy viven alrededor de 110 familias. Eran seis hermanos y, a sus 7 años, su papá falleció por las consecuencias de tomar agua con arsénico. Su mamá, Marta Romero, trabajaba todo el día para darles de comer y sus abuelos los ayudaban. Desde que a los 15 años tuvo a Marcela, se mudó a la quietud del campo junto a Batista en El Chañaral. Según sus propias palabras, se terminó la "bulla". 

    —¿Qué es lo más urgente que necesitan? 

    —Una red de agua —contesta Lidia convencida. Aunque le faltan muchas otras cosas como una casa más grande y hay noches en las que no tienen para comer, su prioridad es clara. Quizás, porque ella sabe que tomar agua con arsénico le trajo ese dolor en los huesos recurrente. Quizás, porque padece el tener que ir a buscar agua al pozo de sus suegros cuando se les acaba la que tienen en la cisterna. Las últimas lluvias fuertes fueron en abril y les queda un cuarto de agua que sacan con una soga y un balde. Esa es la única agua segura. 

    —¿Qué pasa cuando se termina? 

    —Tenemos dos opciones. O le compramos agua al comisionado que la sacan del río y andá a saber qué tiene. O no nos queda otra que tomar agua de la represa. Vamos con la carretilla para cargar en tachos. Toda esa agua tiene arsénico. Mi familia vivió muchos años en Vilmer, una comunidad con mucha contaminación. Mi papá y cuatro de sus hermanos murieron de cáncer. Lo ha tenido mi papá, lo tengo yo y ahora lo tiene ella. 

    —¿Qué síntomas tenés vos? 

    —A mí me ataca en los huesos y a Marcela también. Le duelen los pies y las manos. 

    —¿Eso cómo lo miden? 

    —Tenemos que ir a control una vez al año. El antepasado lo hicimos. Nos tenemos que ir hasta Santiago y nos cortan el pelo para medirlo. Yo tengo el porcentaje más alto junto con una sobrina. 

    —¿Te explicaron cuáles son las consecuencias en tu salud por tener esos niveles de arsénico? 

    —No, no me han explicado.

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                                                                      .

    Cuando falta todo. Arriba, Lidia y Batista van a buscar agua en carretilla; abajo, Marcela muestra cómo es su cuarto en el que duerme con sus papás y la familia completa comparte unos mates en la galería 

    En noviembre de 2006, se creó el Programa Provincial de Hacre para emprender acciones dirigidas a la prevención, minimización del riesgo, control e investigación de los factores ambientales del arsénico, flúor y todo elemento químico tóxico en el agua que pueda tener incidencia en la salud de las personas. "Todo lo realizado le ha permitido al programa destacarse en el ámbito nacional, ya que es el único establecido y apoyado por el gobierno provincial con el fin de contar con diagnósticos certeros con el objetivo de minimizar el riesgo y emprender acciones en obras sanitarias y públicas. La provincia desarrolló políticas para llevar agua segura a los pueblos y parajes más afectados por el arsénico y flúor", señala Natividad Nassif, ministra de Salud de Santiago del Estero.

    García Pintos desmiente estas declaraciones. Vivió de 2018 hasta 2021 en la zona y viaja de forma periódica desde entonces. Gracias a esa presencia territorial, conoce en profundidad a 70 comunidades y a alrededor de 400 familias. "Nosotros vemos realmente cómo viven las personas y te puedo asegurar que el gobierno no está purificando el agua para que no tenga arsénico en esa región, que no hay redes de agua ni ningún tratamiento para que sea apta para consumo humano. Solo toman agua sin arsénico las comunidades que están sobre el río Salado que serán como máximo 10, pero todas las demás, que serán alrededor de 130, tienen agua segura únicamente cuando la recolectan de la lluvia en cisternas; toda el agua que sale de la tierra, está contaminada con arsénico y flúor", dice.

    En la Argentina, el valor máximo permitido de arsénico en el agua potable —para considerarla apta para consumo y evitar riesgos sanitarios por intoxicación crónica— es de 0.01 miligramos por litro (mg/L), establecido por el Código Alimentario Argentino, alineado con la recomendación de la Organización Mundial de la Salud. Según los informes oficiales, los departamentos de Copo, Alberdi y algunas zonas de Banda y Robles —donde más pacientes se registraron — los niveles están entre 0,4mg/l y 0,6mg/l. Los valores normales para arsénico en pelo oscilan entre 0 y 1.0 ug/g de pelo. Los últimos estudios que se hizo Lidia, en 2019, señalaban que tenía una concentración de 2,24.

    Como parte del programa, el Ministerio afirma que se realizan periódicamente muestras de agua y de pelo en las localidades de San José del Boquerón, Piruaj Bajo y Vilmer (departamento Copo) para el correspondiente estudio de análisis realizado en el laboratorio de Saneamiento Ambiental. "El equipo de salud está en contacto con la familia Cuellar que posee uno de sus miembros con síntomas compatibles con Hacre, quien es asistido en el Hospital de Tránsito de San José del Boquerón y en el Centro Dermatológico del Ministerio de Salud", aclara Nassif. Se refiere a Erasmo Cuellar, tío de Lidia, que está con tratamiento por un cáncer de piel.

    Tal es la urgencia en relación a la salud, que desde Cynnal están construyendo una red de agua domiciliaria en Huiñaj Pozo, donde van a instalar una pequeña planta de ósmosis inversa que va a quitar el arsénico, el flúor y las sales. "No escuchamos hablar a la gente del programa Hacre ni que se les hagan las muestras de pelo a nadie más que a los Cuellar o que desde la provincia estén haciendo alguna acción concreta respecto de la problemática del arsénico. En las otras comunidades en las que trabajamos, directamente no hay agentes sanitarios, ni que vivan en el lugar ni que vayan regularmente. Sí sabemos que en todas esas comunidades se toma agua con arsénico", agrega García Pintos.

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    Agua segura. Arriba, Erasmo Cuellar (tío de Lidia que tiene cáncer de piel) muestra el agua que toma de un filtro para evitar tener más síntomas de Hacre; abajo, los papás de Marcela vuelven de la casa de sus abuelos a dónde fueron a recolectar agua. 

    Marta Romero, la mamá de Lidia, se mudó hace varios años a San José de Boquerón. Allí recibe a LA NACION preocupada porque tiene que ir a hacerse de nuevo los estudios del arsénico a la ciudad de Santiago del Estero.

    —El papá de Lidia padeció de cáncer de ganglios, pero producido por el arsénico. A él le ha empezado aquí en la pierna, a la par de la ingle, y después ya se le ha desparramado entero.

    —Te dijeron que era por el arsénico.

    —Sí. El oncólogo que lo atendía a él me dijo que tenía que llevarlos a todos los chicos. No podía quedarme de brazos cruzados viendo que la familia se estaba muriendo, en una palabra. Quería saber al menos si ellos también lo tenían y ver qué se podía hacer. Perder a una persona que uno ama y seguir con el mismo problema con los hijos es muy fiero.

    —¿Y cómo dieron los resultados?

    —Todos tenían.

    Erasmo Cuellar, tío de Lidia, todavía tiene su casa en Vilmer, una de las zonas con más porcentaje de arsénico en el agua y las consecuencias en su salud son visibles: muestras las manos callosas, la piel de la espalda con puntitos blancos y lesiones en las orejas.

    "Yo tomé esa agua desde los 4 hasta los 20 años, más o menos. Y mis hermanos han tomado más tiempo porque eran mayores. Fuimos ocho hermanos de los cuales solo dos ahora vivimos. Siete nos hemos enfermado con cáncer y seis han fallecido. Yo estoy sobrellevando un cáncer de piel que me está afectando", cuenta.

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    Es de ese tipo de gente callada que no necesita llenar el vacío. Batista Bustamante prefiere hablar lo menos posible. Y cuando lo hace, es en voz baja. Es alto, flaco y los maxilares le dan un aspecto cuadrado a su cara que tiene una nariz grande como protagonista. El Algarrobal es la única tierra que reconoce como hogar, aunque desde su adolescencia empezó a viajar a distintas provincias a trabajar siempre detrás de un mínimo billete.

    Lo que más recuerda de su infancia junto a sus papás y a sus siete hermanos es que tomaban agua de la represa y que iban caminando o a caballo a la escuela, soportando la escarcha y el calor. Hizo hasta sexto grado porque a los 14 años se fue a trabajar a la cosecha y no paró de moverse por el país como peón golondrina, muchas veces haciendo fuerza todo el día sin comer.

    "Hace poco estuve en Rosario arrancando poroto colorado. La otra vez me fui un mes a Formosa para deschampe [limpieza de un lote]. Y cuando no hay trabajo afuera, hago postes a 20 kilómetros de aquí o hacemos carbón con mi hermano", relata.

    Contiene las lágrimas que igual le cuelgan de los ojos y se seca con las manos callosas y dice: "Ando de visita en la casa. No me gusta dejarlas a ellas dos acá, sin saber cómo están, si ellas comen o no".

    —¿Qué te pone triste?

    —Es muy dura la vida acá. De a poquito pude hacer mi casa. Primero, el cuadrado entero sin división, de 6 metros por 6 metros. Al año recién le he hecho los divisores. Ahora me falta hacer plata para revocar nomás.

    —¿Qué es lo que más te preocupa hoy?

    —Poder hacerle la pieza a mi hija.

    Al otro día, Batista se levanta temprano para llevar a Marcela a la escuela y después se dirige al monte para conseguir postes de quebracho colorado. Con la motosierra y el hacha a cuestas, se sube a la moto para llegar al lugar indicado. Elige el árbol que está más erguido y que tiene el tronco más largo (porque necesita una medida específica para poder venderlo) y arranca a cortar la raíz con la motosierra. Hace una ve corta hasta que el árbol empieza a tambalear, lo empuja y cae de costado. Ahora le queda sacarle la corteza y emprolijar los bordes con el hacha. Después de diez minutos de dar estocadas con sus brazos musculosos, las gotas de sudor le caen por las patillas que se dejan ver debajo de la gorra. Respira profundo un par de veces y vuelve a empezar hasta dejar terminado el trabajo. "Sabemos que queda poco monte y que se va a acabar, pero no tenemos otra opción. Es el único trabajo que podemos hacer acá para tener un billete", dice a modo de disculpas.

    Postes de quebracho y animales. El principal recurso de la familia Bustamante es el monte, con sus árboles y los animales; además, Batista viaja por el país para trabajar en diferentes cosechas y hacer tareas rurales 

    —¿Cómo fue tu día, Marce?

    —Me he cepillado los dientes, me he lavado la cara y he tomado la leche.

    —¿Qué es lo más lindo de vivir acá?

    —Estar cerca de los animales. Hay vacas, patos, caballos, cabras, perros, toros, hay patitos también, chivas, gallinas y pollitos. No me dejan venir pa'l monte. A veces me escapo de mi mamá porque igual sé volver a mi casa.

    —¿Sabés andar a caballo?

    —No, quiero aprender a andar.

    Es fin de semana. Después de desayunar, Marcela sale corriendo de su casa a agarrar la bici y pedalea hasta lo de sus abuelos —Marcelo Bustamante y Elsa Romero— que queda a unas cuadras. Los ve que ya están en el corral, trepa la tranquera y los ayuda con las cabras.

    —Esta es la que hay que agarrar. Allá está la otra mamando —le dice Elsa en cuanto la ve.

    —Dale, rápido —agrega Marcelo. —Pillala, pillala.

    Después de soltar a las cabras, Marcela se acerca al corral de los chanchos para darles de comer. Sus abuelos vuelven a su casa y se sientan al aire libre a tomar unos mates. Marcelo Bustamante nació en Cabeza del Toro, un paraje que queda a 3 kilómetros, y cuenta que su infancia fue crítica: todos los días tenían que hacer 11 kilómetros en bicicleta para ir a la escuela que quedaba en San José de Boquerón.

    "Los caminos eran de tierra, se pinchaba la goma y era un sufrimiento. Como mis padres se iban al trabajo, yo no tuve oportunidad de terminar la escuela. Aprendí a leer y a escribir en el servicio militar. A los 11 años empecé a trabajar en el Chaco juntando algodón. Era muy sacrificado antes porque el trabajo se hacía todo bajo el sol", recuerda este hombre que, si bien está jubilado, sigue trabajando descargando hornos de carbón y con los animales.

    Sobre el futuro del monte, es lapidario. Sostiene que ante la emergencia es imposible cuidarlo porque si no cortan los árboles, no tienen para comer. Para hacer carbón, usan algunos que quizás tienen 200 años. Lo que reclama, son otras fuentes de trabajo para salir de la pobreza, mejor salud y mejor educación en la zona. "Aquí estamos totalmente olvidados y tenemos muchas urgencias", señala Marcelo mientras termina de chupar de la bombilla.

    Desde Cynnal están muy preocupados por las posibilidades económicas de las familias del monte. Por eso, están desarrollando distintos proyectos productivos como emprendimientos de tunas para forraje de los animales y para hacer mermeladas, uno de costura, uno de cerámica con arcilla del monte y otro de apicultura. "No hay otras opciones que les permitan a las familias tener ingresos dignos y vivir del monte que es lo que ellos aman. Entonces lo están arrasando y poniendo en riesgo su propia sustentabilidad. Cuando les preguntamos cuántos años les quedan vendiendo postes y carbón, te contestan que 7 años. Y cuando les preguntamos qué van a hacer después, no lo saben", explica García Pintos.

    Elsa Romero es hija de una madre soltera que hacía lo imposible por alimentar a sus cinco hijos en Piruaj Bajo. Solo fue un mes a la escuela, hasta que siendo todavía una niña sus hermanos la llevaron a Tucumán a la cosecha para que ella les cocinara. Recién aprendió a leer de grande cuando se animó a agarrar la Biblia.

    "Nuestro sueño es que Marcela pueda estudiar y se pueda recibir de algo. Que no sea como nosotros que tenemos que sufrir sin saber", afirma.

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    Tiene un gorro de lana rosa, un buzo fucsia, unas calzas estampadas y unas zapatillas. Es lunes. A las 8 de la mañana, Marcela se calza la mochila a la espalda y está lista para ir a la escuela. Antes de subirse a la moto y abrazarse a la cintura de su papá, aprovecha para darle de comer a los pollitos.

    Después de 10 minutos zigzagueando por caminos de tierra, Batista la deja en la Escuela N° 344 de Cabeza del Toro. Ya están terminando de izar la bandera y Marcela apura el paso para sumarse al final de la oración que todos están diciendo en voz alta.

    Hoy son nueve alumnos los que entran al grado que arriba dice "Aula D. F. Sarmiento 4°, 5°, 6° y 7° año, cuando ella está en 2°. Enseguida los saluda y se pone a charlar animada. "Tuve visitas en casa el fin de semana", les cuenta. Alejandra, la maestra, les dice que tienen prueba de Lengua y va a buscar hojas en blanco para que puedan escribir la fecha, su nombre y que el día está nublado. Se las deja y entra al aula de al lado donde los alumnos más grandes tienen una actividad de Ciencias Sociales. Alejandra dibuja una tabla con números en el pizarrón antes de irse a tomar la prueba. "Yo les dejo acá la actividad y ustedes la hacen solitos, ¿sí? Porque yo tengo que estar en el salón de al lado. Ustedes ya son grandes y se manejan solos", les dice.

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    Marcela habla. Hace infinidad de preguntas. Cuenta las cosas que piensa, anécdotas que le pasaron, invita a cualquiera que tiene cerca a jugar, a andar en bici, a adentrarse en el monte.

    —¿Sabés leer y escribir?

    —No sé escribir, solo sé leer deletreando.

    —¿Ya sabés qué querés ser cuando seas grande?

    —Sí, maestra porque hay una sola en mi escuela.

    —Si pudieras pedir tres deseos, ¿cuáles serían?

    —Quiero tener una cama, un ropero y una heladera.

    —¿No tenés cama?

    —Sí, pero es chiquitita y está en el mismo cuarto que la de mis papás. Quiero tener una cama de princesa y dormir en un cuarto sola.

    —¿Cuál es la princesa que más te gusta?

    —La princesita Sofía.

    —¿Ropero tenés?

    —Sí, pero lo usamos con mi mamá y mi papá.

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    Marcela vive en El Chañaral, una comunidad cerca de Piruaj Bajo

    Al mediodía, Lidia prepara un guiso de fideos con pollo. Batista pone los platos, los cubiertos, los vasos y una jarra de agua. Marcela les empieza a contar sobre su día.

    "Despacio", le dice su mamá mientras ella se mete una cuchara tras otra en la boca. "No hay comida fiera para ella. Todo come", cuenta Lidia, que dedica su día a ordenar la casa, lavar la ropa y cocinar.

    —¿Qué cosas te angustian Lidia?

    —Cuando no hay para comer. Estamos en una situación tan mala que no nos alcanza para la comida ni para la ropa de Marcela.

    —¿Le hacés controles de salud?

    —No. A veces cuando vienen los doctores a Piruaj a la escuela, aprovecho y la hago ver por un pediatra. Quiero que la revise alguien por el tema de los huesos que le duelen.

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    Cómo ayudar

    Las personas que quieran ayudar a Marcela, pueden comunicarse con Santiago García Pintos, presidente de la ONG Cynnal, al +54 9 3517 43-4064, donar directamente en este link o realizar una transferencia al alias CYNNAL.ARG.ONG

    Fuente:

    https://www.lanacion.com.ar/comunidad/hambre-de-futuro/me-duelen-los-huesos-y-lloro-es-la-unica-nina-de-su-comunidad-y-su-familia-sufre-las-consecuencias-nid11102025/