MARIA DOLORES DEL VALLE

A LA QUE ALGUIEN LLAMÓ "LA MADRE DE LA PATRIA"
Por Alejandro Olmos Gaona
La celebración de un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo, evoca la memoria de los hombres que participaron en ese comienzo de lo que sería la gesta emancipadora. Aunque hubo poco pueblo en los prolegómenos y después en el cabildo del 25 de mayo, ya que la mayoría eran abogados, comerciantes ricos, militares y otras figuras prominentes de la sociedad porteña, en esa instancia todos ellos se jugaron para dar comienzo al proceso de nuestra independencia.
Después de muchas idas y vueltas todo el proceso sería impulsado por el general Manuel Belgrano y continuado por el general San Martín y representó un hito crucial en la larga lucha por la emancipación, que se extendería hasta 1824, cuando la batalla de Ayacucho marcó el fin definitivo del dominio español en América del Sur.
Sin embargo, la historia, tanto la académica como la que transita por caminos menos convencionales, centró su relato en los hombres —los próceres, los militares— que combatieron en feroces batallas para liberar nuestras tierras del yugo colonial, relegando a un segundo plano a las mujeres que fueron pilares fundamentales de este proceso, aunque nunca se las registró debidamente, como si solo hubieran estado en una especie de lugar invisible, cuidando sus hogares o como simples y restringidas colaboradoras.
Esas mujeres no fueron meras acompañantes de sus esposos o familiares; fueron protagonistas activas, estrategas, combatientes y sostenes emocionales y logísticos de la lucha por la independencia. Sus nombres, aunque menos resonantes en los libros de historia, merecen ser rescatados del olvido, no como un acto de justicia circunstancial, sino como un reconocimiento profundo a su valentía y sacrificio. En un contexto donde la construcción de una nación independiente enfrenta nuevos desafíos, donde claudicaciones y sometimientos amenazan los ideales de soberanía, es imperativo recordar a estas madres de la patria, cuyas vidas y legados son un faro para las generaciones presentes y futuras.
La historiografía tradicional ha mencionado a figuras como Manuela Pedraza, quien combatió en las Invasiones Inglesas; Martina Céspedes, que convirtió su hogar en un bastión de resistencia; Macacha Güemes, la estratega que organizó la retaguardia en el norte; Pancha Hernández, con su arrojo en la guerrilla; y Mariquita Sánchez de Thompson, cuya casa fue un centro de conspiraciones patrióticas. También se nombra a Juana Azurduy, cuya valentía en el Alto Perú le valió el reconocimiento tardío como heroína de la independencia. Sin embargo, estas mujeres, aunque célebres, a menudo son presentadas como excepciones, y sus contribuciones se ven opacadas por el protagonismo masculino. Sus historias, cuando se cuentan, suelen reducirse a anécdotas o menciones en efemérides, sin explorar la profundidad de su compromiso ni el costo personal que pagaron por la libertad.
Hoy, en el marco de esta conmemoración, quiero rendir homenaje a todas ellas, simbolizándola en una de las figuras más olvidadas y emblemáticas de esta lucha: María de los Remedios del Valle, conocida como La Capitana. Su vida es un testimonio de sacrificio, resiliencia y amor inquebrantable por la patria, y su historia merece ser contada no como una nota al pie, sino como un símbolo de las incontables mujeres anónimas que dieron todo por la independencia. Solo hace unos pocos años, se la comenzó a mencionar sacándola de años de oscuridad e invisibilización, y también se idealizó su imagen en un billete de 10.000 junto al general Belgrano a quien acompañó en sus luchas.
Hace ya muchas décadas, en un artículo publicado en el diario La Prensa el 8 de mayo de 1932, el gran historiador Carlos Ibarguren rescató del olvido a una figura que, para entonces, era apenas una sombra en las calles de Buenos Aires. La describió como una anciana encorvada, de tez terrosa y arrugada, con ojos empañados y una voz débil que ofrecía pasteles, tortas fritas o frutas en una batea, mientras recorría la recova de la Plaza de la Victoria o los atrios de las iglesias de San Francisco, San Ignacio o Santo Domingo. Conocida en el barrio como La Capitana, esta mendiga vivía en un humilde rancho en las afueras, donde comenzaban las quintas. Soportaba el frío invernal, el barro de las lluvias o el calor abrasador de enero, siempre en busca de su sustento. A veces, imploraba una limosna "por el amor de Dios". En sus momentos de mayor lucidez, exclamaba con nostalgia: "Hoy ya no hay patria, no se pelea por ella como antes". Mostraba entonces las cicatrices en sus brazos y piernas, marcas de las heridas recibidas en la guerra de la independencia. Los vecinos, compadecidos, escuchaban sus relatos, pero muchos creían que eran delirios de una anciana consumida por la pobreza y la vejez.
Un día, el General Juan José Viamonte la reconoció. "Sí, es ella, La Capitana, la madre de la patria", afirmó al verla. Al acercarse, le preguntó su nombre, y la anciana, que en varias ocasiones había intentado contactarlo sin éxito, rechazada por sus criados, le relató su desamparo. Su nombre era María de los Remedios del Valle, una mujer afrodescendiente nacida alrededor de 1770, cuya vida estuvo marcada por el sacrificio y el coraje.
Ella se unió a la causa patriota desde los primeros momentos de la lucha por la independencia. Durante las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807, defendió la ciudad de Buenos Aires como parte del Tercio de Andaluces, demostrando su valentía en un contexto donde las mujeres rara vez participaban en combates. En 1810, se incorporó al Ejército del Norte, acompañando a su esposo y sus hijos, quienes trágicamente perderían la vida en la campaña. Su compromiso no se limitó a seguir a su familia; María combatió activamente en batallas clave, como la de Tucumán en 1812, donde su valentía llevó al General Manuel Belgrano a nombrarla capitana de su ejército, un honor excepcional para una mujer en esa época. Fue la única mujer a la que Belgrano permitió permanecer en las filas de sus tropas, un reconocimiento a su coraje y dedicación.
María participó en la batalla de Salta, en Desaguadero, y en las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, donde fue herida y capturada por las fuerzas realistas. Durante su cautiverio, sufrió azotes que dejaron cicatrices imborrables en su cuerpo, marcas que llevaba con orgullo como testimonio de su lucha. Logró escapar y reincorporarse a las fuerzas patriotas, sirviendo bajo el mando del General Martín Güemes y del General Álvarez de Arenales. En cada enfrentamiento, no solo combatió, sino que también asistió a los heridos, multiplicándose en el campo de batalla para llevar auxilio y esperanza a los soldados.
Tras la independencia, María regresó a Buenos Aires, sola y sin familia, consumida por la pobreza. Vivía de la caridad y de la venta de sus humildes productos, invisible para una sociedad que celebraba a los héroes masculinos. En 1827, el General Viamonte la reconoció y se propuso sacarla de la miseria. Sin embargo, sus esfuerzos chocaron con la burocracia de la Junta de Representantes, que exigía documentos y certificaciones imposibles de obtener para una mujer como María, que no tenía recursos ni conexiones. Diputados insensibles, cómodos en sus cargos, desestimaban sus méritos o dilataban las gestiones con excusas burocráticas. Solo gracias a la persistencia de Viamonte y a los diputados Anchorena, Silveyra y Lagos, el 21 de noviembre de 1829, María fue ascendida a sargento mayor de caballería y se le otorgó una pensión como parte del cuerpo de inválidos.
Años más tarde, en 1835, Juan Manuel de Rosas, por decreto del 16 de abril, la destinó a la plana mayor activa, aumentando significativamente su pensión. Este reconocimiento le permitió salir de la miseria, y en agradecimiento, María adoptó el apellido Rosas, figurando como Remedios Rosas hasta su muerte en 1847.
María de los Remedios del Valle no pertenecía a los círculos privilegiados de Buenos Aires, como otras mujeres célebres de la época. No tenía fortuna, linaje ni familia que la respaldara. Era una mujer afrodescendiente, marginada por su origen y su condición social, pero su vida encarna los valores más profundos de la lucha por la independencia: el coraje, la entrega desinteresada y la convicción de que la patria solo existe si se pelea por ella. Perdió a su esposo, a sus hijos y su salud en el campo de batalla, y aun así, nunca pidió recompensas. Su historia es el reflejo de tantas mujeres anónimas que, con su sacrificio, forjaron la nación.
En esta nueva fecha, honremos a los hombres de Mayo, pero no olvidemos a las mujeres como María de los Remedios del Valle, cuyas vidas son un recordatorio de que la patria no es solo una idea, sino un compromiso vivo. Su ejemplo nos desafía a recuperar los valores de soberanía, justicia y memoria, para construir una nación que no traicione los sacrificios de quienes, como La Capitana, lo dieron todo por ella sin pedirle nada a cambio.
Hace tres años se le erigió un monumento, cuyo autor siguiendo ciertas modas la representó con el torso semidesnudo, como si ella hubiera necesitado de estas licencias para que se la mirara y reconociera. Manos anónimas, que solo cultivan la destrucción ante aquello que afecta sus regresivas creencias y prejuicios, vandalizaron la obra hasta destruirla, creyendo que de esa manera volvían a invisibilizarla, ignorando que su espíritu y su lucha sigue vivo en aquellos argentinos que todavía piensan en una patria libre e independiente.