LA DESVERGUENZA LEGISLATIVA Y EL OLVIDO DE LA HISTORIA

07.12.2025

A pesar de una década como asesor legislativo, donde pude ver todo tipo de hechos insólitos protagonizados por aquellos que se dicen representantes del pueblo, pocas veces vi algo semejante a lo ocurrido el 3 de diciembre durante el escenario de una jura que, más allá del color político de cada bancada, dejó en claro un retroceso en las formas y en la idea misma de representación pública. 


Por Alejandro Olmos Gaona

Lo que debió haber sido una ceremonia solemne —la promesa de lealtad a la Constitución Nacional y a la Patria— se transformó en una sucesión de juramentos personalizados, proclamas sectarias, consignas que remiten a peleas partidarias y homenajes a personas y causas que nada tenían que ver con la razón de ser del acto protocolar. A ello se suma que la presencia del Presidente y de su entorno, sirvieron para aumentar los gritos de legisladores oficialistas y la desvergüenza de unos y otros en una jornada tensa, con actitudes violentas y gestos que se viralizaron inmediatamente.

Lo ocurrido en el Congreso de la Nación a cualquier ciudadano que crea en el decoro institucional le debe resultar asombroso que se haya llegado a esos extremos. Un pantallazo sobre lo ocurrido muestra juramentos que incluyeron referencias a la "libertad" de dirigentes concretos (menciones expresas a Cristina Fernández de Kirchner y a Guillermo Moreno), alusiones a causas judiciales y a conmemoraciones políticas, y fórmulas de juramento que mezclaron lo religioso con lo ideológico en un mismo plano.

Hay registros de intervenciones en las que, mientras algunos optaron por el tradicional "sí juro" o la fórmula del reglamento, otros proclamaron consignas por la memoria, por referentes o por posturas políticas personales, y por algunas cuestiones de posicionamiento internacional, lo que desdibujó la naturaleza jurídica y republicana del compromiso asumido ante toda la nación. Para completar el cuadro lamentable, no faltaron las expresiones impropias del diputado que presidió el acto, que hizo referencia a las formas físicas de algunas legisladoras, y que llevaron a la diputada Cecilia Moreau a pedirle que se disculpara, negándose a hacerlo y falseando la verdad al manifestar que jamás había hecho esas referencias que fueron oídas por todos.

No me interesa plantear que es solamente un problema de estilo o de "mal gusto" —aunque también lo es—: es un problema institucional relevante. La jura ante la Constitución es un acto que debe expresar, primero, la primacía del interés público sobre cualquier lealtad partidaria o personal, y segundo, la adhesión a las reglas del juego democrático. Cuando el recinto de la Cámara de Diputados se convierte en tribuna para proclamas políticas o en escenario de manifestaciones destinadas a reivindicar a personas procesadas o condenadas, la práctica parlamentaria pierde un límite básico: la distinción entre el ejercicio del mandato y el uso de la banca como altavoz personal. Esa confusión erosiona la confianza pública en el Poder Legislativo y pone en evidencia la calidad y solvencia de aquellos que van a representar al pueblo de la Nación.

Si retrocedemos en el tiempo y observamos la larga tradición parlamentaria argentina —desde la organización nacional consolidada hacia 1860 hasta hoy— veremos, junto a las debilidades humanas, ejemplos de conducta legislativa que privilegiaron la discusión pública seria, la defensa de la institucionalidad y, en muchos casos, el interés general por sobre la demagogia personalista.

Existieron debates memorables cuando se trataron leyes importantes, y en ningún caso se recurrió a expresiones más propias de barras bravas o de vociferantes seguidores partidarios, sino que se debatieron ideas, se enfrentaron concepciones distintas, se puso en evidencia la cultura y los conocimientos de los que habían sido elegidos para legislar. Eso no quiere decir que no haya habido enfrentamientos fuertes, acusaciones de diverso tenor, y una practica legislativa por momentos estruendosa, como muchas de las que fue participe Domingo F. Sarmiento, en el siglo XIX, o la tragedia ocurrida en el Senado, con el asesinato del senador Bordahebere. Pero mas allá, de muchos hechos repudiables que ocurrieron, se tuvo conciencia de la dignidad de las funciones que ocupaban y de trabajar para la Nación, y no divagar planteando consignas exóticas, o haciéndose cargo de lo que ocurrió en otras partes del mundo, ya que no habían sido elegidos para eso.

Alén, Sarmiento, Aristóbulo del Valle, José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Tristán Achával Rodríguez, Carlos Pellegrini, Roque Saenz Peña Lisandro de la Torre, Juan B. Justo, Alfredo Palacios, son algunos de los nombres que me vienen a la memoria, porque prestigiaron con su palabra y con sus acciones al Congreso Nacional. En épocas mas cercanas como no recordar a Luis Dellepiane, Arturo Frondizi, Ricardo Balbín, Moises Lebensohn, Ernesto Palacio, J. Díaz de Vivar y tantos otros cuyas intervenciones legislativas ponían en evidencia sus conocimientos, el estudio de los temas que trataban, alejándose de las chicanas reiteradas, a las que son tan afectos los que hoy integran el Poder Legislativo.

Voy a obviar a muchos legisladores de la última década, que trabajaron arduamente y con responsabilidad, para no caer en omisiones injustificadas pero, aunque me tocan las generales de la ley, no puedo dejar de señalar la enorme labor legislativa llevada a cabo por Pino Solanas desde el 2009 hasta el 2019, cuando terminó su período como senador, prestigiando con su actuación una vida consagrada a la defensa de la cosa pública.

Los legisladores que he nombrado, no fueron impolutos ni ajenos a la pelea política; sin embargo, en su conjunto fueron modelos de deliberación en los que, por lo menos en momentos relevantes, la representación supo priorizar argumentación pública, responsabilidad y, sobre todo, límites institucionales. En el siglo XIX, y en el siguiente los legisladores no contaban ni remotamente con las facilidades que hoy tienen para encarar la sanción de leyes. No existían la cantidad de asesores que hoy los asisten, no existían viáticos para viajes internacionales, ni prolongadas ausencias para asistir a conferencias en el extranjero. Se trabajaba para la Nación, no para la consolidación de una carrera política.

Ver la jura de un diputado como un ritual para hacer propaganda personal o para proclamar simpatías por figuras judicializadas choca con esa tradición, y pone en evidencia el abismo, que existe entre gran parte de los que hoy integran el Poder Legislativo, y lo ocurrido en otros tiempos, donde se servía a la política, y no se vivía de ella.

Lo ocurrido el 3 de diciembre será recordado como una jornada de altos decibeles mediáticos y bajos en normas de conducta pública. Si la política reduce todo a espectáculo y tribuna, la democracia pierde. Recuperar la dignidad del recinto no es un capricho estético: es una condición para que la palabra pública recupere fuerza normativa y moral. Los nombres de nuestra historia parlamentaria están ahí para recordarnos que la representación puede —y debe— funcionar de otro modo. La tarea de los ciudadanos y de los mismos legisladores es no permitir que la escena de la jura se convierta en el espejo de la pérdida de sentido republicano, y muestre aspectos de una decadencia institucional irreversible.