¿Cómo se desmoronan las democracias?

04.10.2025

Entrevista a Adam Przeworski 

El politólogo de origen polaco, que dedicó su vida a estudiar las democracias -y también sus vínculos con el capitalismo y el socialismo-, analiza los desafíos políticos y conceptuales del presente. Repasa también sus investigaciones en el Chile de Salvador Allende y las marcas políticas e intelectuales que le dejaron esos años.

El politólogo Adam Przeworski, nacido en Polonia y actualmente profesor emérito de la Universidad de Nueva York, es uno de los pensadores más influyentes sobre la democracia del siglo pasado. Es autor de numerosos libros, entre ellos Capitalismo y socialdemocracia (Alianza, 1988); Paper Stones: A History of Electoral Socialism (con John D. Sprague) [Piedras de papel. Historia del socialismo electoral] (University of Chicago Press, 1988), Democracia y mercado. Reformas políticas y económicas en la Europa del Este y América Latina (Cambridge University Press, 1995) y Las crisis de la democracia. ¿Adónde pueden llevarnos el desgaste institucional y la polarización? (Siglo XXI, 2022). En febrero, empezó a publicar un diario en Substack para registrar sus reacciones a los acontecimientos cotidianos. En una serie de correos electrónicos, conversé con Przeworski sobre su vida y su carrera, sobre cómo la ciencia política puede y no puede ayudarnos a comprender las transformaciones históricas a medida que se producen, y sobre los peligros y las oportunidades de nuestro momento histórico.

A lo largo de su carrera, usted ha estudiado cómo las democracias se desmoronan y se recomponen. Tradicionalmente, estas crisis suceden de manera secuencial: primero un golpe de Estado, luego una dictadura y más tarde una restauración democrática. Pero leyendo sus reacciones diarias a lo que está ocurriendo en Estados Unidos, la situación actual no parece tan clara. ¿Qué hace difícil encajar los hechos de hoy en los marcos utilizados para estudiar anteriores fracasos democráticos?

Hasta hace unos 25 años, las quiebras de los regímenes democráticos eran acontecimientos discretos a los que se podían asignar fechas concretas. La República de Weimar cayó cuando Hitler asumió poderes dictatoriales el 23 de marzo de 1933; la democracia chilena fue derrocada por un golpe militar el 11 de septiembre de 1973. La frecuencia de este tipo de acontecimientos ha disminuido drásticamente en el siglo XXI. Hemos sido testigos de cómo varios gobiernos mantenían las apariencias democráticas al tiempo que tomaban medidas graduales para asegurar su permanencia en el poder y eliminar las barreras institucionales a la discrecionalidad del Poder Ejecutivo. La etiqueta comúnmente utilizada para este proceso es reversión democrática (backsliding), o a veces desconsolidación, erosión o regresión democráticas. A medida que avanza este proceso, la oposición se vuelve incapaz de ganar elecciones o de asumir el gobierno si gana, las instituciones establecidas pierden la capacidad de frenar al Poder Ejecutivo y se reprime la protesta popular.

Este fenómeno tomó por sorpresa a los politólogos. Muchos pensábamos que si un gobierno violaba ostensiblemente la Constitución o traspasaba otra línea roja, los ciudadanos se coordinarían contra él y, previendo esta reacción, el gobierno evitaría cruzar esas líneas. Otros politólogos sostenían que lo mismo ocurriría si un gobierno se negara a celebrar elecciones o cometiera un fraude electoral flagrante. Una combinación de equilibrio de poderes y reacción popular haría que las instituciones democráticas fueran inexpugnables al «espíritu invasor del poder», en palabras de James Madison, es decir, al deseo de los políticos de conseguir un poder sin límites. Eso era lo que pensábamos.

Sin embargo, hasta ahora hemos visto varios ejemplos de jefes de Estado que han logrado monopolizar el poder y erradicar los obstáculos institucionales: Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, Viktor Orbán en Hungría, Narendra Modi en la India, Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela. En todos estos casos, el gobierno goza de suficiente apoyo popular como para ganar elecciones sucesivas acosando a la oposición, socavando a las organizaciones de la sociedad civil y controlando los medios de comunicación sin fraudes flagrantes (quizá con la excepción de Maduro). Mientras están en el poder, estos gobiernos controlan los parlamentos, maniatan o ignoran a los tribunales y hacen lo que quieren, parte de lo cual responde a los intereses y pasiones de sus bases políticas.

Usted es conocido por una definición mínima de democracia: la democracia es un sistema en el que los partidos pierden las elecciones. Quizá parte del problema ahora es que no sabemos si seguimos en un sistema así, dado que Trump se negó a aceptar su anterior derrota y no sabemos cómo responderían él y sus funcionarios a una derrota en el futuro.

No sabemos si Trump llevará cabo elecciones de mitad de mandato que los republicanos podrían perder, no sabemos si los republicanos perderían si esas elecciones fueran limpias, ni si Trump aceptaría una derrota, o cuáles serían las consecuencias si ganaran los demócratas. Trump se comporta como si estuviera seguro de ganar o no le importaran las consecuencias electorales de sus políticas. Los líderes demócratas parecen creer que la economía se hundirá, la opinión pública se volverá contra Trump y ganarán al menos la Cámara sin hacer nada. Alguien debe estar equivocado.

Quizá las consecuencias económicas de las políticas de Trump sean tan desastrosas que los republicanos sufran una estrepitosa derrota en 2026. Aun así, mi temor es que Trump prevalezca, o bien porque su base se mantiene sólida, o bien por la represión y el fraude, o por ambas cosas. Si los republicanos conservan el control de ambas cámaras del Congreso, Trump quedará liberado para hacer lo que quiera, sin límites a su poder dictatorial.

El proyecto de ley presupuestaria que se aprobó este verano [boreal] privará a millones de personas de asistencia sanitaria y subsidios alimentarios. Una estimación predice que 34% de los estadounidenses se verán afectados negativamente por estos recortes. La pregunta obvia es quiénes son. Si son predominantemente personas que no votaron o no votarán, o personas que votaron a los demócratas en 2024, el efecto electoral puede ser insignificante. Además, aunque los efectos económicos generales sean negativos, Trump alegará que son solo temporales y que están causados por enemigos externos. Por último, aunque las protestas contra las políticas de Trump son masivas, necesitan afirmar una visión alternativa del futuro para tener consecuencias electorales. Los demócratas han sido visiblemente incapaces de ofrecer una alternativa. Todo lo que puedo concluir es que no sabemos qué ocurrirá en los próximos 18 meses.

En un artículo de 1996, «What Makes Democracies Endure?» [¿Qué hace que las democracias perduren?], usted y sus coautores identificaron una serie de variables que influyen en la probabilidad de que un país que es una democracia un año siga siéndolo al año siguiente. Recientemente, usted realizó un cálculo basado en estas variables y determinó que la probabilidad de una ruptura democrática en Estados Unidos es casi inexistente: un modelo predijo que tal ruptura ocurriría una vez cada 2,6 millones de años; otra, una vez cada 263 años. ¿Necesitamos nuevos modelos, o simplemente estamos viviendo acontecimientos de muy baja probabilidad?

Trump fue el más votado en unas elecciones limpias. Su apoyo popular, aunque sea minoritario, parece tener un núcleo sólido. Nada de lo que ha hecho hasta ahora descalifica el actual régimen político de Estados Unidos como una democracia. Al mismo tiempo, muchas de sus políticas, algunas solo anunciadas y varias ya implementadas, violan las leyes vigentes. Además, el gobierno está aplicando algunas de estas políticas incluso después de que los tribunales las frenaran temporalmente.

Sean cuales fueren las categorías que apliquemos al régimen de Trump, su negativa a admitir la derrota en 2020 no tiene precedentes históricos. Todas las lecciones históricas extraídas de estudios estadísticos como el que usted ha mencionado predicen que un acontecimiento así no debería ocurrir en un país tan rico como Estados Unidos y con una tradición tan larga de transferencia pacífica del poder a través de elecciones. ¿Debemos tratarlo como un acontecimiento único que puede ignorarse, o debemos concluir que la historia ya no es una guía fiable? Tal vez nuestra comprensión del pasado esté determinada por circunstancias que en su momento no percibimos. Tal vez las condiciones en Estados Unidos en 2020 se combinaron de una manera que no tenía precedentes históricos. Tal vez hemos sido demasiado confiados. Las anomalías desbaratan las creencias establecidas, y creo que ese es el desbarajuste en que nos encontramos.

Retrocedamos un momento. Su carrera se ha centrado en el estudio de las relaciones entre capitalismo, socialismo y democracia. ¿Qué lo llevó a Chile al principio de su carrera y qué aprendió allí? ¿Qué sintió personalmente y también como politólogo?

Llegué a Chile en otoño de 1968. Había salido de Polonia un año antes y no podía volver debido a la ola masiva de represión de marzo de 1968; lo más probable es que hubiera acabado en la cárcel. Pero me denegaron el visado para permanecer en Estados Unidos, donde había sido profesor visitante, así que no tenía país, ni trabajo, ni dinero. Rápidamente me enamoré de Chile y me encontré como en casa en su cultura. La vida allí no era muy diferente de la de mi país natal. La pasión por el fútbol era universal, así que era un tema del que podía hablar con todo el mundo, sin distinción de clases. Me quedé en Chile cuatro meses y luego regresé a Estados Unidos. Pero Chile me atraía. Recibí una beca del Social Science Research Council y regresé el 5 de septiembre de 1970, al día siguiente de la elección de Salvador Allende.

La gente coreaba eufórica en las calles: «El pueblo unido jamás será vencido». Pero o esta generalización inductiva era falsa, o el pueblo estaba lejos de estar unido. Allende fue elegido por una estrecha ventaja como candidato de una coalición de fuerzas divergentes y combativas. Apuñalado por la espalda por un partido que se presentaba como centrista, la Democracia Cristiana, Allende pronto perdió el control sobre su propia coalición, parte de la cual alucinaba con llevar a cabo una revolución socialista. Henry Kissinger proclamó que Allende había sido elegido debido a la irresponsabilidad del pueblo chileno -tal era su forma de entender la democracia- y el gobierno estadounidense decidió restaurar esa responsabilidad por la fuerza. Cuando esta sobrevino, el 11 de septiembre de 1973, fue feroz. Los acontecimientos chilenos de 1970-1973 transformaron mi agenda intelectual para el resto de mi vida.

La cuestión principal que estos acontecimientos me plantearon fue la tensión entre democracia y capitalismo. Escribiendo en 1886, Hjalmar Branting, líder de los socialdemócratas suecos, se preguntaba si «la clase alta respetaría la voluntad popular aunque esta exigiera la abolición de sus privilegios». Un líder socialdemócrata alemán, August Bebel, sostenía en 1905 que la revolución podía ser necesaria «como medida puramente defensiva, destinada a salvaguardar el ejercicio del poder legítimamente adquirido mediante las urnas». Allende no tenía un mandato popular amplio para llevar a cabo transformaciones sociales y económicas de gran alcance; su coalición nunca tuvo mayoría parlamentaria. Ganó según las reglas y trató de gobernar en el marco de la democracia, pero se vio empujado por las fuerzas que lo respaldaban a ir más allá de lo que su fuerza en las urnas le permitía. La clase alta, cuyos privilegios se veían amenazados, se dirigió a los militares para que la rescataran, y estos, no sin dudar, estuvieron dispuestos a hacerlo.

La debacle chilena transformó a la izquierda internacional. Hasta el golpe, muchos de sus miembros habían vacilado entre la búsqueda del socialismo y el respeto a la democracia. La tragedia chilena obligó a tomar una decisión que recordaba la que tuvieron que afrontar los socialdemócratas en el periodo de entreguerras: ¿primero el socialismo o la democracia? La respuesta más clara surgió de los debates en el seno del Partido Comunista Italiano, y fue decididamente por la democracia. La experiencia chilena había sugerido que impulsar el programa socialista con demasiado vigor, sin suficiente apoyo popular, conduciría a la tragedia.

Abordé el tema históricamente, centrándome en las opciones a las que se han enfrentado los movimientos socialistas en las sociedades capitalistas democráticas. Aprendí que estas opciones han sido tres: en primer lugar, si buscar el avance del socialismo organizándose dentro de las instituciones existentes o sustituyéndolas; en segundo lugar, si buscar el agente de la transformación socialista exclusivamente en la clase obrera o confiar en un apoyo multiclasista o incluso no clasista; y en tercer lugar, si buscar reformas y mejoras parciales o dedicar todos los esfuerzos a la abolición del capitalismo.

Las instituciones existentes eran las empresas privadas en el ámbito económico y la democracia en el ámbito político. Los primeros pensadores socialistas habían propuesto un programa de sustitución de las empresas privadas por «asociaciones de productores», un sistema de cooperativas de trabajadores organizadas a escala nacional. Esta forma de pensar, sin embargo, perdió adeptos tras la crítica de Marx, quien sostenía que ello no era factible a menos que la clase obrera obtuviera primero el poder político. La cuestión que atormentaba a los dirigentes de los primeros partidos socialistas era si el poder político podía alcanzarse por medios electorales o solo por la fuerza. El rápido aumento de los votos para los socialistas a principios de siglo infundió en sus líderes la esperanza de que el socialismo podría alcanzarse en las urnas: las papeletas electorales iban a sustituir a las barricadas (en el título de mi libro, escrito en coautoría con John Sprague, estas se convirtieron en «piedras de papel»).

Una vez que los partidos socialistas entraron en las competencias electorales, la cuestión pasó a ser cómo ganar mayorías electorales para poder avanzar hacia el socialismo. Según Marx, los trabajadores se convertirían en mayoría en las sociedades capitalistas, y como los trabajadores votarían por el socialismo, la victoria electoral era inexorable. Sin embargo, a finales del siglo XIX, algunos líderes socialdemócratas alemanes empezaron a dudar de que fuera suficiente basarse únicamente en los trabajadores y abogaron por incluir a la pequeña burguesía, los campesinos y los empleados de cuello blanco en la política socialista. El dilema que enfrentaban era que la ampliación de la convocatoria a otras clases disminuía la identificación de los trabajadores con los partidos socialistas.

Aun así, el apoyo electoral a estos partidos creció lo suficiente como para que formaran parte de coaliciones de gobierno e incluso pudieran gobernar en solitario en varios países. Fue entonces cuando la tercera opción se hizo acuciante: ¿cómo debían gestionar las sociedades capitalistas los partidos que aún veían la abolición del capitalismo como su objetivo último cuando estuvieran en el poder? ¿Debían optar por una transición inmediata al socialismo, con una nacionalización masiva de los medios de producción, o debían adoptar medidas graduales destinadas a mejorar las condiciones de la clase trabajadora dentro del capitalismo? ¿Cómo hacer frente a la resistencia de la burguesía: por la fuerza o mediante reformas graduales destinadas a aumentar su volumen electoral? ¿Deberían los socialistas estar preparados para perder elecciones, deteniendo el camino hacia el socialismo? Ante estas disyuntivas, los socialdemócratas optaron por el reformismo, es decir una estrategia que consistía en aplicar solo aquellas medidas que contaran con el apoyo electoral de las mayorías, y de respetar y defender las reglas democráticas.

En la primera línea de Paper Stones, usted escribió: «Ningún partido político obtuvo jamás una mayoría electoral con un programa que ofreciera una transformación socialista de la sociedad». Eso me cayó como un rayo cuando lo leí por primera vez hace décadas. Allende ganó con mayoría relativa. Otros candidatos en otros lugares han ganado mayorías como socialistas, pero no prometiendo una transformación socialista. Aunque Marx creía que los trabajadores se convertirían en mayoría en las sociedades capitalistas e inevitablemente votarían por el socialismo, esto no se ha confirmado. En nuestra época, la base de clase del apoyo a la izquierda está cambiando: la «izquierda brahmánica» es un fenómeno real, y muchos votantes de la clase trabajadora se sienten atraídos por la derecha populista. Sin embargo, ningún gobierno ha sido capaz de ofrecer un mejor nivel de vida que las socialdemocracias. Esto puede resultar desconcertante. ¿Cómo se explica?

Muchos movimientos socialistas llegaron a creer que la revolución se lograría mediante una acumulación de reformas irreversibles, todas ellas respetando las normas democráticas. La clave del reformismo consistía en que apelar a los deseos más inmediatos de las mayorías existentes y ponerlos en práctica constituían pasos hacia la consecución de objetivos a largo plazo. Esta estrategia tuvo un éxito clamoroso durante mucho tiempo. La mejora de las condiciones laborales, la reducción de la desigualdad de ingresos, la ampliación del acceso a la educación y la salud, un mínimo de seguridad material para la mayoría de la gente... la lista de logros socialdemócratas es larga.

Sin embargo, los límites del proyecto que permitía a los mercados asignar los recursos y distribuir los ingresos, gravando estos ingresos y proporcionando servicios sociales, se hicieron evidentes en la década de 1970. Los intentos de transformación -cogestión laboral, fondos de inversión de los trabajadores, planificación económica, por no hablar de las nacionalizaciones- a menudo fracasaron. Los socialdemócratas adoptaron entonces la jerga neoliberal de compromisos entre igualdad y eficacia, igualdad y crecimiento. Pasaron de la revolución a la reforma y a hacer frente a los problemas a medida que aparecían. La década de 1970 puede haber sido la última en la que los socialdemócratas mantuvieron una perspectiva transformadora, al tiempo que hacían frente a una crisis inmediata. La desaparición en la izquierda política de cualquier visión de la sociedad que trascienda el electoralismo de corto plazo centra la competencia política en hacer frente a los problemas inmediatos. Cuando los programas de los partidos se vuelven puramente reactivos, dejando de estar guiados por un proyecto a largo plazo formulado en términos de clase, las bases sociales de los distintos partidos se vuelven más volátiles.

Como politólogo polaco y testigo de la caída de Chile, usted ha vivido el fin tanto de una democracia consolidada como de un sistema comunista consolidado. Fueron procesos muy diferentes: la democracia chilena terminó sepultada por los militares pinochetistas, mientras que la caída del comunismo en Europa del Este fue mayoritariamente pacífica (y coincidió con la caída de la dictadura anticomunista de Pinochet en las urnas). ¿Se parece ahora la situación actual en Estados Unidos más a un caso o al otro?

En retrospectiva, pretendemos entender por qué la historia tomó un rumbo determinado. Pasé buena parte de mi vida académica explicando patrones históricos que creía entender. Sin embargo, tras leer varias memorias del periodo 1930-1938 en Alemania, me sorprendió que nadie, desde eminentes políticos hasta amas de casa corrientes, predijera lo que acabaría sucediendo. Incluso en Chile, donde a finales de la primavera de 1973 todo el mundo sabía que un golpe de Estado era inminente, nadie esperaba que fuera tan sangriento ni que la dictadura durara 16 años. Una predicción común era que los militares depondrían a Allende, lo enviarían a Cuba, anunciarían nuevas elecciones, que [el demócrata cristiano] Eduardo Frei ganaría fácilmente, y eso sería todo. Predecir el destino del comunismo fue un fracaso aún mayor: Samuel Huntington, que se convirtió en el gurú de la «tercera ola» de transiciones a la democracia, publicó un artículo en 1984 declarando que la caída del comunismo en Europa del Este era imposible. [El profesor de Yale] Juan Linz escribió lo mismo en 1989 y tuvo la desgracia de que su artículo se publicara un año después.

En todas estas situaciones -el comunismo, la Alemania de Weimar, el Chile de Allende- no teníamos una teoría en la que apoyarnos. No teníamos una ciencia que generara predicciones válidas o asignara probabilidades a los posibles cursos de la historia. Necesitamos teoría: proposiciones interconectadas lógicamente que digan «si esto y aquello, entonces esto», siendo el último «esto» observable. Sin teoría, solo podemos confiar en conjeturas, intuiciones o suposiciones. El hecho brutal de que nos resulte tan difícil predecir lo que ocurrirá en las circunstancias actuales es una prueba de que no tenemos teorías en las que podamos confiar.

La pregunta que se cierne sobre Estados Unidos es: ¿cómo puede acabar todo esto? Una posibilidad está clara: los demócratas ganan las elecciones presidenciales y al Congreso de 2028, desmantelan los aparatos de represión, restablecen los programas y servicios sociales esenciales y volvemos a la «normalidad». También hay otra: los republicanos ganan las elecciones de mitad de mandato de 2026 y las elecciones de 2028, e instauran un régimen oligárquico y represivo por un futuro indefinido.

Otros resultados serían más dramáticos y sin precedentes en la historia del país. Por ejemplo, que los republicanos no acepten una derrota, ni en las midterms ni en 2028, o generen algún acontecimiento como el incendio del Reichstag, que utilizarían como pretexto para declarar el estado de emergencia e intentar imponer su gobierno por la fuerza. O quizá también sea posible que la popularidad de Trump caiga a niveles muy bajos, las protestas callejeras convoquen a millones de personas y los republicanos, liberados de su control, busquen algún tipo de compromiso. Hay demasiadas contingencias, y hasta que no se resuelva cierta incertidumbre -muy probablemente en las elecciones de mitad de mandato-, no sé qué esperar.

Permítame que la pregunta final sea lo más sencilla posible: ¿qué hay que hacer?

Responder esta pregunta requiere un grado de optimismo que no poseo. Soy gramsciano en el sentido de que creo que para llegar a ser hegemónica una ideología debe ofrecer una visión de un futuro en el que los intereses de los que gobiernan coincidan con los intereses de todos los demás. MAGA [Make America Great Again] no ofrece ninguna. Es difícil identificar el proyecto ideológico de la revolución de Trump, aparte de la reducción del Estado. Sin embargo, la oposición a MAGA tampoco ofrece una alternativa. El establishment demócrata apuesta claramente por que los republicanos les ofrezcan una victoria electoral mientras asisten a las fiestas de boda de los multimillonarios. La única visión para el Partido Demócrata se origina en su ala izquierda, que es vigorosamente censurada por su corriente principal. Puede que la cúpula demócrata tenga razón al pensar que la mejor estrategia es no hacer nada y esperar a que MAGA fracase. Pero esta, al igual que MAGA, es una ideología de «vuelta atrás», de «restaurar» la democracia en lugar de transformar las condiciones que generaron el desastre actual. Para restaurar la democracia, hay que reformarla. Ese es el proyecto que necesitamos.

Fuente:

https://nuso.org/articulo/democracia-Przeworski-Trump/