Cuando migrar es sobrevivir: la doble vulnerabilidad de las mujeres venezolanas

26.12.2025

El desplazamiento masivo de venezolanas, que ya supera los ocho millones, expone una doble vulnerabilidad marcada por el género y la migración. Entre la crisis, las políticas restrictivas, la violencia en las rutas y los estigmas culturales e imaginarios hipersexualizados, las mujeres enfrentan un riesgo estructural permanente que refuerza la discriminación y la explotación en los países de tránsito y destino. 


Por Claudia Vargas

Las imágenes de miles de venezolanos cruzando a pie los puentes internacionales entre San Antonio del Táchira y Cúcuta, cargando bolsos, niños y lo poco que podían llevar, se volvieron, entre 2015 y 2016, el símbolo más visible de una crisis que llevaba años gestándose. Aquellas escenas de fronteras desbordadas, filas interminables y pasos improvisados por el río Táchira transformaron en rostro humano lo que hasta entonces era un dato económico o político: el éxodo venezolano. Lo que comenzó como una migración gradual se convirtió, en apenas unos meses, en un desplazamiento forzado bajo condiciones de extrema vulnerabilidad, uno de los más grandes y complejos de la historia reciente de América Latina. 

Hoy, cerca de ocho millones de venezolanos y venezolanas viven fuera de su país. Esa cifra, equivalente a 23% de la población, ilustra la magnitud de una diáspora que, por su escala y velocidad, no tiene precedentes en la región. La mayoría de quienes partieron se encuentra en edad productiva y 85% de ellos reside en América Latina y el Caribe; 56,8% ha logrado regularizar su situación migratoria. Los principales destinos son Colombia, Perú, Brasil, Estados Unidos y Chile. Las razones que impulsaron la salida fueron variando con el tiempo, pero comparten un mismo trasfondo: la crisis económica, social y política que hizo imposible sostener una vida cotidiana digna dentro del país. 

Entre esos ocho millones de venezolanos y venezolanas hay un dato que cambia el modo de mirar el éxodo: más de la mitad son mujeres. Pero no se trata solo de un número; la migración tiene rostro de mujer y con él se exacerban las desigualdades que la crisis ha profundizado. En la ruta migratoria, la falta de protección institucional y la irregularidad del estatus colocan a las mujeres en una situación de riesgo permanente. La violencia sexual, la explotación, la discriminación o la invisibilidad se entrelazan en un mismo hilo: una vulnerabilidad sistémica que atraviesa fronteras y acompaña cada etapa del viaje.

El costo del género: entre la crisis y la restricción migratoria

En pocos años, las carreteras del continente se llenaron de familias venezolanas caminando con mochilas al hombro. Entre 2016 y 2018, más de 2,7 millones de personas dejaron el país y aquella escena pronto se convirtió en una prueba de resistencia para toda la región. Los países de América Latina y el Caribe respondieron inicialmente de manera hospitalaria, pero esto fue cambiando a medida que el flujo se intensificaba. Lo que empezó como un gesto solidario terminó derivando en políticas de control crecientes: las fronteras se endurecieron y los trámites se multiplicaron.

Visas, permisos y requisitos imposibles de cumplir se convirtieron en la nueva norma para una población que huía sin tiempo ni recursos. Las políticas transitorias, diseñadas para atender la emergencia, fracasaron en garantizar la regularidad migratoria y la integración a largo plazo, lo que dejó a cientos de miles de personas atrapadas en un limbo jurídico que aún persiste.

Hoy, los principales países receptores aplican dos modelos de respuesta. El primero es el enfoque securitario, visible en la militarización de las fronteras y en el discurso que presenta la migración como una amenaza a la seguridad del Estado y sus ciudadanos. Ese lenguaje de sospecha, reproducido por actores oficiales y medios de comunicación, ha contribuido a criminalizar a los inmigrantes. El segundo modelo, el de la externalización y la restricción, traslada los procesos de protección fuera del territorio nacional y delega en otros Estados la contención de los flujos. En esta lógica se inscriben decisiones como la cancelación del Estatuto Temporal de Protección (TPS, por sus siglas en inglés) para la población venezolana en Estados Unidos o las restricciones de entrada por motivos de «seguridad nacional» que anunció Washington el 4 de junio de este año, en las que también se incluye a Venezuela. 

Estas políticas no solo cerraron fronteras: cerraron caminos de vida. Al bloquear las vías legales, empujaron a miles de personas hacia rutas irregulares donde los riesgos se multiplican. Para las mujeres –más de la mitad del éxodo, como ya se ha mencionado–, este endurecimiento no es solo un obstáculo burocrático, sino una amenaza directa. Cada frontera sellada y cada permiso negado amplifican la exposición a la violencia, la explotación y el abuso, y refuerzan una desigualdad que se arrastra desde el origen y se profundiza en cada tramo del camino.

El resultado de estas políticas es una violación sistemática de derechos que empuja a miles de personas hacia la irregularidad. Al cerrarse las vías legales, no queda más opción que internarse por rutas clandestinas, donde los peligros se multiplican: la trata y el tráfico de personas, la negación del derecho a solicitar asilo o refugio, el limbo jurídico que impide acceder a servicios básicos y la discriminación cotidiana que acompaña la irregularidad. Lo que para los Estados se presenta como un mecanismo de control termina produciendo una red de exclusión y riesgo.

En ese entramado, las mujeres cargan con una vulnerabilidad mayor. No solo están inmersas en la misma espiral de desprotección que el resto de la población migrante: para ellas, todos esos riesgos se multiplican. Lo sabemos por las historias que circulan –las mujeres violentadas al cruzar el Tapón del Darién, coberturas de medios de comunicación plagadas de prejuicios o redes sociales atravesadas por discursos xenófobos–, pero pocas veces nos detenemos a pensar en la dimensión estructural de esa doble amenaza. ¿Qué hay detrás de ese riesgo permanente? ¿Qué mecanismos sociales, económicos y culturales sostienen esta desigualdad que persigue a las mujeres migrantes desde el origen hasta el destino? 

El origen del éxodo, la crisis socioeconómica y la autonomía femenina

El viaje de una mujer migrante no empieza en la frontera, sino mucho antes, el día en que decide partir. Lo que desde fuera puede parecer una elección personal es, en realidad, un entramado de dilemas que condicionan cada paso: el destino posible, la fecha de salida, la existencia o no de documentos válidos, las redes de apoyo en el camino. Pero también pesan las preguntas íntimas, aquellas que la sociedad ha impuesto sobre sus hombros: ¿qué pasará con sus hijos?, ¿quién cuidará del hogar?, ¿cómo se juzgará su partida?

En el caso venezolano, este conflicto se amplifica en el marco de una cultura matricentrada en la que la mujer sigue siendo el eje de la crianza y la vida doméstica. Antes de cruzar una frontera, debe calcular el vacío que dejará en la familia, la culpa de ausentarse, la ruptura del rol que se espera de ella. Y mientras sopesa esas decisiones, las condiciones de vida se vuelven insostenibles: la falta de ingresos, el deterioro de los servicios, la incertidumbre política. Así, la migración no se elige: se impone como el último recurso para sobrevivir y sostener, desde la distancia, la vida de los suyos. 

La principal razón que impulsa la salida sigue siendo la búsqueda de una vida digna frente a una emergencia social persistente. En Venezuela, la inflación, la informalidad laboral y los ingresos insuficientes definen el día a día. El promedio mensual de ingresos se ubica entre 115 y 228 dólares para los empleados formales, muy por debajo de los 503,73 dólares necesarios para adquirir la canasta básica familiar.

Esta precariedad golpea con más fuerza a las mujeres, que encabezan más de 50% de los hogares venezolanos. A pesar de ello, su tasa de ocupación apenas alcanza el 36,8%, y el desempleo abarca a 57% en los hogares más pobres. Los indicadores revelan una tendencia clara: muchas mujeres han abandonado la fuerza laboral para asumir tareas de cuidado, lo que erosiona su autonomía y las deja atrapadas en una red de dependencia económica y vulnerabilidad.

La crisis de los servicios básicos agrava aún más la situación: 69,2% de la población enfrenta problemas en el acceso al agua potable y 69,3% no ha tenido atención médica. Las consecuencias son inmediatas: enfermedades, malnutrición y un impacto directo sobre la niñez y las mujeres embarazadas, quienes, además de sostener el hogar, son las principales responsables de los cuidados.

A la precariedad material se suma un clima de creciente restricción de libertades, en cuyo marco las mujeres han sido tanto protagonistas como víctimas. En 2024, en 96% de las 5.226 manifestaciones registradas había mujeres, cuyas principales demandas son derechos civiles, políticos y sociales. Pero la respuesta del Estado fue la represión: la violación de la libertad personal aumentó un 1.347,8 % respecto de 2023. A finales de octubre de 2025, el Foro Penal registraba 882 presos políticos, de los cuales 116 eran mujeres. 

La combinación de emergencia social y represión política ha creado un clima de incertidumbre que empuja a miles de mujeres a migrar. La desigualdad, que ya pesa sobre ellas en su vida cotidiana, se convierte así en el punto de partida de su doble vulnerabilidad: la que las marca antes incluso de cruzar la frontera.

El desafío de la ruta: una espiral de vulnerabilidad

El viaje de una mujer migrante venezolana no comienza con el cruce de una frontera, sino con una espiral de vulnerabilidad que arrastra desde el origen y que se intensifica a lo largo del camino. En cada etapa, la falta de información, la precariedad institucional y la ausencia de protección amplifican los riesgos. Todo depende de las condiciones del trayecto: si es terrestre, aéreo o marítimo, si atraviesa trochas o pasos irregulares, si la mujer viaja sola o acompañada, si tiene documentos válidos o debe improvisar con lo que queda de una cédula vencida o un pasaporte que no siempre es reconocido en los países de destino, o que simplemente no tiene porque no lo puede pagar. Cada variable puede marcar la diferencia entre el resguardo y la indefensión.

Las mujeres que salen en situación de urgencia, como la mayoría de las venezolanas, lo hacen sin información suficiente. No conocen los requisitos migratorios, ignoran los mecanismos de protección y, con frecuencia, desconocen sus propios derechos. El estudio regional «Nuestro derecho a la seguridad» revela que más de 60% de las mujeres encuestadas –en su mayoría, venezolanas– no sabe cuáles son sus derechos, y que 55 % desconoce los servicios de asistencia disponibles. Esa desinformación las deja expuestas a abusos, extorsiones y violencias que rara vez se denuncian. La impunidad se alimenta, precisamente, de ese silencio forzado.

A ello se suma una profunda vulnerabilidad sanitaria. En las rutas migratorias, la insalubridad y la falta de privacidad no solo dificultan las necesidades básicas, sino que incluso comprometen directamente la salud sexual y reproductiva. El Mixed Migration Centre advertía en su informe de agosto de 2025 que la ausencia de condiciones adecuadas afecta desde lo más elemental –como poder asearse o alimentarse– hasta aspectos críticos como la menstruación, el embarazo o la lactancia. Aunque existen iniciativas humanitarias que intentan mitigar estas carencias, el propio informe concluye que la respuesta sigue siendo insuficiente frente a la magnitud del problema.

Violencia basada en género en el camino

Desde el inicio del éxodo masivo, las rutas migratorias se convirtieron en territorios de riesgo. Las rutas informales –las llamadas trochas en la frontera colombo-venezolana–, las embarcaciones precarias que cruzan el Caribe, o el desierto de Atacama, donde el calor y la deshidratación se cobran vidas, son escenarios donde la vulnerabilidad es constante. Los hombres suelen reportar robos o extorsiones, pero para las mujeres el peligro adopta una forma más brutal: la violencia sexual, en cualquiera de sus manifestaciones. Lo más alarmante es que los agresores no siempre son desconocidos, pueden ser otros migrantes, habitantes de comunidades locales o incluso miembros de grupos de seguridad y del crimen organizado que operan a lo largo de las rutas.

Desde 2022, la migración forzada a través del Tapón del Darién ha revelado la forma más extrema de esta violencia. En 2023, Médicos Sin Fronteras (MSF) reportó que cada tres horas una mujer era víctima de violación en ese trayecto. En 2024, la cifra se mantuvo: una de cada cinco mujeres dijo haber sufrido violencia sexual durante la ruta. Tras esos números hay historias como la de «María», una mujer venezolana que fue abusada por siete hombres y que presenció cómo otras menores eran violentadas ante sus ojos. Casos como el suyo muestran que el daño físico y psicológico de estas experiencias es devastador, especialmente entre mujeres y niñas.

Esa vulnerabilidad también es aprovechada por las redes criminales de trata de personas, la segunda economía ilícita más lucrativa del mundo. Los datos son contundentes: en América del Sur, las mujeres representan 45% de las víctimas de trata y las niñas, 17%. En Centroamérica, una de las rutas de mayor tránsito, la proporción de niñas asciende a 52%. Aunque medir la trazabilidad de estos crímenes es complicado, organizaciones como Mulier-Venezuela reportaron el rescate de 1.390 venezolanas de redes de trata a fines de 2022. Autoridades de países como Ecuador, Estados Unidos, México y España confirman que las mujeres venezolanas encabezan las cifras de víctimas rescatadas en el último año, sobre todo jóvenes de entre 20 y 27 años. Una investigación periodística publicada en abril de 2023 puso rostro a esas estadísticas con testimonios y grabaciones de sobrevivientes de explotación sexual, mostrando la brutalidad de un negocio que se nutre del engaño y la desesperación.

La violencia adopta también formas extremas, reflejadas en trabajos como el documental El portal (2024), centrado en los asesinatos de cinco mujeres –tres de ellas venezolanas– víctimas de una red de trata con fines de explotación sexual en México. La serie reconstruye cómo la búsqueda desesperada de oportunidades, a menudo impulsada por la necesidad o por ofertas laborales falsas, puede terminar en un ciclo de explotación y violencia que, en los casos más trágicos, culmina con la muerte.

La ausencia de gobernanza migratoria en los países de tránsito y destino agrava la situación. Sin políticas de protección ni capacitación con enfoque de género, los funcionarios migratorios y de seguridad no logran responder ante la magnitud de los abusos. La Relatoría Especial sobre los Derechos Humanos de los Migrantes advirtió hace pocos meses que en puntos críticos como el Tapón del Darién no existen unidades de atención a víctimas, lo que impide a las mujeres denunciar por miedo a ser deportadas o retenidas. En este contexto de emergencia humanitaria compleja (EHC), la falta de proyección y de protección estatal condena a las mujeres venezolanas –y a todas las que migran en condiciones similares– a convertirse en víctimas recurrentes de múltiples violencias, muchas de ellas impunes.

Y cuando el camino termina, los peligros no desaparecen. En los países de destino, la violencia muta: deja atrás las selvas y los pasos fronterizos, pero persiste bajo otras formas. Los informes coinciden en que las mujeres venezolanas enfrentan un patrón sistemático de discriminación y exclusión, que se manifiesta en los ámbitos cultural, legal, laboral y social, y configura un nuevo tipo de frontera: la del rechazo. 

El estigma como arma

El primer gran obstáculo que enfrentan muchas mujeres venezolanas al llegar a su destino no es legal ni económico: es cultural. La imagen de la mujer venezolana, moldeada durante décadas por el éxito en los concursos de belleza y difundida por los medios, se exportó al resto de la región con una carga de estereotipos que hoy funciona como una trampa.

En los países de acogida, una de las formas más persistentes de violencia es la de las narrativas hipersexualizadas. Bajo esa mirada, el cuerpo femenino se convierte en medida y destino, y todo lo demás –la formación, el trabajo, la voz– se vuelve invisible. El valor de la mujer se reduce a su apariencia física, y desde el prejuicio se le niega cualquier posibilidad de integración o aporte a la comunidad. En Venezuela, esta representación tiene raíces profundas: los estudios de Luisa Elena Kislinger y Rosa y Zoila Amaya muestran cómo la cultura nacional ha encuadrado históricamente a las mujeres en estereotipos de apariencia física extrema, sensualidad o roles domésticos, incluso contraponiendo la figura de la «buena» a la de la «mala madre» o la «prostituta».

El estigma se vuelve entonces una forma de violencia simbólica y cotidiana. En redes sociales, en los barrios o en los lugares de trabajo, la mujer venezolana es asociada de manera directa con el trabajo sexual, y sobre ella se descargan insultos que combinan misoginia y xenofobia: «veneca», «prostituta», «quita maridos». Estas palabras, que circulan sin pudor, son el arma más visible de una discriminación que atraviesa fronteras y clases sociales. En países como Colombia y Perú, que concentran la mayor cantidad de migrantes venezolanas –más de 50% del total–, esas expresiones se han vuelto parte del paisaje cotidiano. Los periódicos y la música también las reproducen. El diario español El Mundo tituló un artículo «La invasión de las venecas», mientras que en Perú se volvió popular una canción titulada «Las venecas», que reproduce estos estereotipos. En el barrio Kennedy de Bogotá llegaron incluso a aparecer carteles en la vía pública con la consigna: «¡Despierta! Estas venecas nos están matando. No des limosnas, comida ni ropa. No [les] arriendes ni [les] des trabajo. No seas cómplice de sus crímenes».

Estas etiquetas dejan una marca profunda en las mujeres migrantes. La humillación se convierte en desconfianza; la desconfianza, en aislamiento. Así, el estigma no solo hiere: rompe los lazos posibles, impide la integración comunitaria y condena a muchas a vivir en los márgenes de las sociedades que las reciben.

La precariedad laboral y la barrera de la irregularidad

La búsqueda de oportunidades choca de frente con la precariedad y la exclusión del mercado formal, lo que limita la autonomía y el proyecto de vida de las mujeres migrantes. La primera barrera es la falta de documentación: pasaportes, visas, permisos que abran las puertas al empleo y a la estabilidad. Obtener un pasaporte en Venezuela no está al alcance de la mayoría. Su costo, que oscila entre 200 y 350 dólares, supera con creces el ingreso mensual promedio –muy por debajo de esa cifra, y aun menor en el caso de las mujeres–. Esa sola dificultad empuja a miles hacia la irregularidad y el uso de vías informales, lo que reduce sus posibilidades desde el inicio del viaje.

A escala regional, el panorama es desigual. 60% de las mujeres en edad productiva que declaran responsabilidades en el hogar (cuidado de personas/niñez) no trabaja, a pesar de contar con mejor nivel educativo y de calificación. En su lugar, la mayoría se dedica al trabajo de cuidados, una carga invisible que sostiene hogares pero las margina del desarrollo económico. Entre las mujeres migrantes, esta dinámica se agrava: 40% está sobrecalificada para los empleos que desempeña y 74% se concentra en sectores vinculados al cuidado.

El informe «Nuestro derecho a la seguridad» refuerza ese diagnóstico. De las mujeres encuestadas –62% venezolanas–, 47% estaban empleadas, pero 92% trabajaba en el sector informal. Las cargas familiares y las limitaciones de horario las mantienen atrapadas en empleos precarios, con bajos salarios y alto riesgo de explotación laboral.

A los desafíos migratorios se suma la doble carga del cuidado. Muchas crían solas a sus hijos e hijas, sin redes de apoyo y con enormes dificultades para incorporarlos al sistema educativo por falta de documentos o estatus regular. En países como Colombia, la imposibilidad de convalidar títulos o regularizar la residencia las mantiene en un círculo de empleos temporales, sin seguridad social ni derechos laborales. La necesidad de sobrevivir las ata a los trabajos más desprotegidos, y esa rutina de subsistencia agudiza aún más su exclusión personal, económica y social.

Rechazo a la maternidad migrante, dificultades de acceso al sistema de salud

La discriminación contra las mujeres migrantes embarazadas se sostiene en una narrativa que las presenta como oportunistas, como si buscaran obtener un beneficio legal o social a través del nacimiento de sus hijos en el extranjero. En países como Colombia, que es el país que alberga la mayor población venezolana, de la cual 51,8% son mujeres, y donde la nacionalidad no se adquiere automáticamente por nacimiento, esa percepción se refuerza con un discurso que las muestra como una carga para el Estado receptor.

Uno de los ejemplos más notorios de esta estigmatización fue la columna de opinión publicada en 2018 por la periodista Claudia Palacios, titulada «Paren de parir». En ese texto, Palacios no solo cuestionaba que las mujeres venezolanas acudieran a hospitales colombianos, sino que las calificaba de «reproductoras irresponsables». Sostenía que debían «dejar de tener hijos», justificando su argumento en la supuesta incapacidad del Estado colombiano para asumir los costos de sus embarazos.

Este tipo de narrativa periodística alimenta la estigmatización de la maternidad migrante y refuerza la idea de que la población venezolana es una carga para los Estados de acogida. Al hacerlo, legitima la exclusión y erosiona el derecho fundamental a la salud, lo que perpetúa una forma de violencia institucional que recae directamente sobre las madres migrantes.

La irregularidad migratoria convierte el acceso a la salud sexual y reproductiva (SSR) en un riesgo sistémico. Aleja a las mujeres de los controles y seguimientos esenciales, y transforma lo que debería ser un espacio de protección en una posible fuente de violencia institucional. La serie Valientes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) lo muestra con precisión: en el video «La espera», el miedo de las mujeres a ser excluidas del sistema o reportadas por su condición migratoria vuelve el derecho a la salud reproductiva un privilegio condicionado, un derecho que se ejerce con temor.

En algunos casos, ese temor se paga con la vida. El caso de Diana Alemán, una mujer venezolana que murió en un hospital de Lima, es el ejemplo más trágico. Intentó huir tras ser amenazada con una denuncia por presentar un aborto incompleto y cayó desde una altura mortal. Su muerte evidenció que la atención médica, en lugar de amparar, puede convertirse en castigo: una mezcla de violencia obstétrica y criminalización del estatus migratorio.

Así, la falta de acceso legal a la salud no solo afecta la salud sexual y reproductiva: pone en riesgo la vida misma. En el tránsito o en el destino, ser mujer y ser migrante irregular significa vivir bajo una doble condena, e incluso la búsqueda de atención médica puede acabar en una nueva forma de violencia.

El flujo inverso y nuevas rutas de riesgo: el Darién de ida y vuelta

Las políticas restrictivas aplicadas en los últimos años por Panamá –con el cierre de estaciones de recepción migratoria– y por Estados Unidos –con los vetos migratorios– redujeron drásticamente el flujo hacia el norte. El paso por el Tapón del Darién cayó 98%, según datos del ACNUR. Pero el descenso no trajo alivio: dio origen a un nuevo fenómeno conocido como «flujo inverso», un movimiento de retorno forzado desde el norte hacia el sur, en el que Colombia se ha convertido en uno de los principales destinos.

Durante el primer semestre de 2025, Migración Colombia, organismo del Ministerio de Relaciones Exteriores de ese país, registró 12.347 extranjeros en este flujo irregular por vía marítima. 99% eran de nacionalidad venezolana, 25,4% mujeres y 18,1% niños, niñas y adolescentes. Las rutas más utilizadas son dos: la del Caribe, que conecta Colón (Panamá) con Capurganá (Colombia), y la del Pacífico Norte, que va de Panamá a Juradó o Bahía Solano (Colombia), una travesía especialmente peligrosa por el fuerte oleaje y la ausencia de vías terrestres.

El informe conjunto de la Defensoría del Pueblo de Colombia, Panamá y Costa Rica advierte sobre el desgaste extremo de esta población migrante. 86,8% de quienes regresan afirma haber cruzado previamente el Darién rumbo a Estados Unidos. En el retorno, la vulnerabilidad se profundiza: las mujeres enfrentan nuevas formas de violencia, desde viajes en embarcaciones no aptas y sobrecargadas hasta abusos físicos, extorsiones y desapariciones forzadas, perpetradas tanto por grupos criminales como por organismos migratorios. A todo ello se suma la ausencia institucional de los Estados de tránsito, cuya falta de presencia y de respuesta condena a las mujeres a revivir el ciclo de desprotección e impunidad del que intentaron escapar.

El dilema del desgaste y el retorno incierto

Para muchos migrantes, el retorno no significa un final, sino una pausa incierta. Algunos intentan reinstalarse en ciudades intermedias, como Medellín; otros regresan a Venezuela con la esperanza de «estabilizarse» y volver a emigrar más adelante, pero lo que encuentran al volver es un país que sigue sumido en una emergencia compleja, con un espacio cívico reducido y redes de apoyo debilitadas –ONG, organizaciones feministas, familiares y comunidades– con muy pocas capacidades.

Para las mujeres, esta movilidad forzada implica una doble carga y una espiral de riesgo. Muchas lo hacen en condición irregular y siendo las únicas responsables de hijos o personas a su cuidado. Cada decisión –quedarse, volver o continuar el viaje– repercute sobre los suyos. Esa presión las obliga, con frecuencia, a aceptar condiciones de precariedad extrema, poniendo en riesgo su seguridad y su vida.

A los peligros del retorno se suman los de los países de tránsito. En México, las rutas entre Nuevo México y Texas están consideradas entre las más peligrosas del mundo: registran el mayor número de muertes y desapariciones. En Colombia, las migrantes enfrentan además las consecuencias de la crisis de desplazamientos internos, marcada por la violencia armada y, en algunos casos, agravada por el cambio climático.

El impacto del recorte de ayuda humanitaria

A la crisis del desplazamiento se suma un nuevo golpe: el debilitamiento de la atención humanitaria debido al recorte del apoyo financiero internacional. La Orden Ejecutiva de Reevaluación y Reorientación de la Ayuda Exterior de Estados Unidos, emitida a comienzos de 2025 por el gobierno de Trump, aunque no se enfocaba de manera directa en la política migratoria, tuvo un impacto inmediato sobre las ayudas destinadas a la atención en fronteras y a los programas de protección para mujeres en riesgo de violencia basada en género.

Investigaciones de organizaciones como la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés) y el Consejo Internacional de Agencias Voluntarias (ICVA, por sus siglas en inglés) revelan un deterioro estructural de la capacidad de respuesta humanitaria en la región. Los recortes provocaron la suspensión de programas, la reducción de personal y la pérdida de cobertura en numerosas organizaciones, especialmente entre aquellas de alcance nacional y local, que eran las más cercanas a las comunidades desplazadas.

El balance del primer semestre del año, según estas fuentes, es preocupante. Programas esenciales para la atención de la población venezolana –como la Operación Acogida en Brasil, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, los centros Intégrate en Colombia y las oficinas de movilidad segura– han visto suspendidas sus actividades o enfrentan incertidumbre sobre su continuidad. Esta parálisis afecta directamente la capacidad de asistencia a las personas más vulnerables, en un momento en que la región, marcada por las nuevas restricciones migratorias de Estados Unidos y por la inestabilidad sociopolítica interna, vive un escenario inédito: los países que antes eran solo receptores de migrantes se han convertido, al mismo tiempo, en emisores, receptores y territorios de tránsito.

¿Qué tenemos hasta el momento?

El balance es claro: las mujeres migrantes venezolanas enfrentan un alto riesgo y una vulnerabilidad estructural en todas las etapas de su desplazamiento. El éxodo masivo, visible desde 2015-2016, se produce en un contexto de emergencia humanitaria compleja, y más de la mitad de quienes lo protagonizan son mujeres. La mayoría viaja con responsabilidades familiares, incluso cuando lo hacen solas. Son, en muchos casos, jefas de hogares monoparentales, y esa doble carga –sostener a sus familias y reconstruir una vida en el extranjero– las empuja hacia empleos precarios, mal remunerados y altamente expuestos a la explotación laboral o sexual.

Las violencias que las atraviesan no pueden entenderse de manera aislada. Son violencias interconectadas que se manifiestan en distintas formas y momentos del recorrido migratorio. En la ruta, la violencia directa adopta rostros múltiples: agresiones sexuales, acoso, robos, extorsión y otras formas de abuso que se repiten con frecuencia alarmante. En los países de destino, la violencia silenciosa y simbólica se expresa en la xenofobia, la humillación y la discriminación cotidiana, que erosionan su salud mental y refuerzan el aislamiento.

A todo ello se suma la trata de personas, una amenaza constante que persigue a mujeres y niñas venezolanas desde el origen hasta los principales destinos migratorios. Las redes criminales se alimentan de la precariedad y del desconocimiento, aprovechando la falta de información y la ausencia de mecanismos de protección eficaces.

Buena parte de estas violencias permanece invisibilizada y normalizada, tanto por la emergencia misma como por la falta de capacitación del personal de atención migratoria. Así, los abusos se diluyen entre las estadísticas, y el impacto real sobre una población con necesidades específicas sigue sin ser plenamente reconocido.

En la mayoría de los países receptores, la respuesta a la migración venezolana se ha ido cerrando poco a poco, hasta volverse un laberinto de restricciones. Lo que comenzó como una política de acogida derivó, con el paso de los años y los cambios de gobierno, en trabas burocráticas, permisos imposibles y políticas temporales que dejan a millones en el limbo. En Colombia, el país que alberga más migrantes venezolanos, no hay visas ni controles formales de ingreso, pero sí un retroceso silencioso: miles de personas –más de la mitad, mujeres– viven hoy al borde de la deportación o la irregularidad migratoria, atrapadas entre la falta de respuestas institucionales y la ausencia de políticas sostenibles.

Mientras los Estados afinan sus estrategias para limitar el flujo migratorio, poco se discute sobre el costo humano de esas decisiones. La irregularidad que producen sus propias medidas se convierte en el verdadero problema de seguridad. A la falta de articulación regional se suman el abandono de las zonas fronterizas y el avance de redes criminales que hacen de esa desprotección su negocio.

La situación se complica con las tensiones políticas y sociales que atraviesan países como Colombia, Perú y Ecuador, y con las nuevas restricciones impuestas en Centroamérica y Estados Unidos. El resultado es una migración que se reconfigura: rutas que antes apuntaban al norte giran hacia el sur, hacia Brasil, o se extienden hasta Europa, especialmente España. Cada cierre de frontera empuja a miles a buscar un atajo, y cada atajo más las expone.

Necesidad de respuestas con enfoque de género y cooperación

Frente a esta espiral, urge un cambio de enfoque. La respuesta regional debe ir más allá de la contención o el diagnóstico: necesita una visión de cooperación y de género que reconozca que más de la mitad de las personas en movimiento son mujeres. Su presencia no es marginal, es estructural; y sus necesidades –de protección, salud, trabajo y autonomía– no pueden seguir tratándose como excepciones.

Las articulaciones entre la sociedad civil, los Estados y las organizaciones internacionales deben transformarse en un compromiso político real. La ayuda humanitaria tiene que llegar donde más se necesita, con presencia territorial, recursos sostenidos y políticas pensadas para las mujeres.

También es urgente que los países de destino abran las puertas de la inclusión laboral y educativa. Reconocer títulos, validar competencias, garantizar derechos: cada paso en ese sentido no solo mejora la vida de las migrantes, sino también la de sus familias en los países de origen. Y los controles fronterizos, en lugar de castigar la movilidad, deberían servir para desmantelar las redes criminales que trafican con ella. Fortalecer la presencia estatal en los municipios más empobrecidos –en Colombia, Panamá o México– no significa cerrar fronteras, sino abrir caminos seguros.

Porque detrás de cada cifra, de cada ruta y de cada frontera, hay una historia de resiliencia y resistencia. Mujeres que migran con lo que pueden, sosteniendo hogares enteros y desafiando un sistema que las empuja a la invisibilidad. Reconocerlas no es solo una cuestión de justicia: es la condición mínima para que ese éxodo deje de ser, por fin, un éxodo invisible.

Fuente:

https://nuso.org/articulo/cuando-migrar-es-sobrevivir-la-doble-vulnerabilidad-de-las-mujeres-venezolanas/