El Martillo de Medianoche: Estados Unidos, Irán e Israel ante el final del viejo orden

Por Gonzalo Fiore Viani
Con el bombardeo a las instalaciones nucleares iraníes, Estados Unidos dejó atrás décadas de ambigüedad estratégica y optó por una intervención directa en un conflicto que ya no puede considerarse simplemente regional. La operación, bautizada con cinismo cinematográfico como Midnight Hammer, representa algo más que un acto militar: es una declaración geopolítica que clausura definitivamente el orden internacional heredado de la posguerra fría y abre las puertas a una era de caos administrado por superpotencias sin frenos ni contrapesos.
Israel, acorralado por la posibilidad de un Irán nuclear, encontró finalmente en la administración Trump a un aliado dispuesto no solo a apoyar, sino a ejecutar los golpes quirúrgicos que durante años se habían prometido, pero jamás se concretaban. La destrucción —según Trump, "total y absoluta"— de Fordow, Natanz e Isfahan no solo busca neutralizar las capacidades nucleares iraníes: intenta desarticular, de una vez y para siempre, el sueño de Teherán de convertirse en una potencia regional con voz propia. El mensaje es tan claro como brutal: ningún actor puede desafiar el monopolio estratégico de Washington y Tel Aviv en Medio Oriente sin esperar consecuencias devastadoras.
Pero toda acción tiene su costo. Y este podría ser altísimo. La retórica de disuasión se reemplaza por el lenguaje de las bombas de 30.000 libras, lanzadas por B-2 en la oscuridad. La diplomacia multilateral, herida de muerte en Ginebra, dio paso a la lógica de los hechos consumados. Irán, debilitado, pero no derrotado, promete una respuesta «proporcionada», mientras sus misiles vuelven a volar hacia el cielo israelí. En el terreno, la población civil paga el precio. En lo político, la escalada pone al mundo ante el borde de una confrontación de consecuencias imprevisibles.
La comunidad internacional —esa entelequia a la que se apela cuando ya no hay nada más que decir— apenas alcanza a emitir comunicados pidiendo "moderación". Ni Rusia ni China van a mover un dedo. Moscú está atrapada en sus propios frentes abiertos, y Pekín entiende que este no es su conflicto. La gran potencia asiática apuesta a la estabilidad, no a las aventuras. Aunque ambos actores expresen su repudio al bombardeo de instalaciones nucleares, saben que intervenir no solo sería costoso, sino inútil. El unilateralismo norteamericano demostró que sigue intacto. A veces agazapado, pero nunca dormido.
Mientras tanto, Turquía se rearma, Arabia Saudita observa, y Egipto advierte sobre las "graves consecuencias". Las monarquías del Golfo, que podrían haber intentado algún rol de mediación, guardan silencio. Saben que están a tiro. Reconocen también que el margen para la neutralidad ha desaparecido. En un escenario en el que la potencia militar reemplaza la diplomacia como instrumento preferido de resolución de conflictos, todos deben elegir bando. Y rápido.
La operación "Martillo de Medianoche" pone en entredicho no solo la vigencia del derecho internacional humanitario, sino también las pocas reglas que quedaban en pie para la contención nuclear global. Atacar instalaciones nucleares activas no solo está prohibido: es una línea roja que ni siquiera en los peores momentos de la Guerra Fría se había cruzado. Hoy, esa línea fue reducida a cenizas, y con ella cualquier ilusión de un orden mundial basado en normas y acuerdos. Ya no hay control, ni supervisión. Solo fuego.
La Agencia Internacional de Energía Atómica intenta, en vano, evaluar la magnitud del daño. Los cráteres son visibles. Pero lo que no puede verse es aún más preocupante: ¿qué ocurrió con el material ya enriquecido? ¿Dónde están los centrifugadores? ¿Hasta qué punto puede Irán reconstruir lo perdido, y con qué rapidez? Las preguntas se acumulan, las respuestas no llegan. En cambio, llegan los misiles. El ciclo de acción-reacción se acelera. Los relojes de la política internacional vuelven a marcar la hora cero.
Los precios del petróleo se disparan. Los mercados tiemblan. Y miles huyen hacia las fronteras, mientras los drones sobrevuelan ciudades milenarias. En el estrecho de Ormuz, arteria vital del comercio energético global, la amenaza de un cierre por parte de Irán genera pánico logístico. Una chispa bastaría para paralizar buena parte del tráfico marítimo entre Asia y Occidente.Las consecuencias de esta guerra no se limitan a Teherán y Tel Aviv: resuenan en Nueva Delhi, en Bruselas, en Buenos Aires y en Shanghái.
El problema es que el viejo orden internacional ya no tiene las herramientas para contener una crisis como esta. Los organismos multilaterales están paralizados. La ONU, irrelevante. Las potencias intermedias, divididas. Europa, atrapada en su propia impotencia estratégica. América Latina, una vez más, espectadora de un juego que se decide muy lejos de sus fronteras, pero que podría impactar directamente en su economía, seguridad y posición internacional.
En Washington, el presidente Donald Trump convierte la guerra en espectáculo. En Teherán, el régimen apela al orgullo nacional y a la resistencia. En Israel, Benjamín Netanyahu celebra haber dado el golpe definitivo a su archienemigo. Pero en ninguno de estos escenarios se habla de las víctimas, de los desplazamientos, de los riesgos humanitarios. Tampoco de las consecuencias a largo plazo: una carrera armamentística regional, un Irán aún más radicalizado, una proliferación nuclear fuera de control.
No es solo una guerra. Es un cambio de época. Un nuevo modelo de acción militar en el que ya no se requiere consenso ni evidencia. Basta con tener los medios, el objetivo y la voluntad. El resto se puede justificar después. O, simplemente, ignorar. La vieja política exterior basada en alianzas, tratados y contención fue reemplazada por una doctrina de superioridad tecnológica y proyección de fuerza. Es el "nuevo realismo" de las potencias: gobernar desde la bomba, negociar desde la amenaza.
Lo único seguro es que el mundo ya no es el mismo. El viejo orden murió. Lo que venga no será necesariamente mejor. Será distinto. Más rápido, más violento, más imprevisible. Como en los años previos a las grandes catástrofes históricas, los líderes parecen haber olvidado que no hay poder sin límites que no termine devorando a sus propios arquitectos.
Midnight Hammer no fue solo el nombre de una operación: fue el acto fundacional de una nueva era donde el poder ya no se disfraza de diplomacia, ni la guerra se anuncia con eufemismos. Es la vuelta brutal del imperio al centro del escenario, sin máscaras ni pretextos. Quien tenga la fuerza, dictará las reglas. Quien no la tenga, quedará a merced del próximo martillo que caiga del cielo a la medianoche.
Lo que ocurrió no es un episodio más en la larga lista de tensiones en Medio Oriente. Es el principio de un tiempo mucho más oscuro, donde la disuasión ya no alcanza, las instituciones no contienen y el silencio de los que antes opinaban lo dice todo. El orden mundial no está en crisis: ya no existe. Lo reemplazó otra cosa. Y todavía no tiene nombre. Pero ya tiene rostro. Y se parece demasiado a una bomba cayendo sobre una central nuclear.
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