La cumbre de la OTAN y la crisis del atlantismo

Los socios europeos de la OTAN pasaron en pocos meses de los discursos sobre la autonomía estratégica a demostraciones de vasallaje hacia Estados Unidos. La política exterior de Donald Trump, con sus permanentes amenazas, no deja de generar dudas sobre el futuro de la Alianza Atlántica, en el contexto del distanciamiento estadounidense de Europa y el giro hacia el Indopacífico.
Por José Antonio Sanahuja*
El 26 de febrero de 2025, en la primera reunión formal de su gabinete, el presidente Donald Trump declaró que «La Unión Europea nació para joder a Estados Unidos. Ese es su objetivo, y lo ha cumplido muy bien», y anunció que le impondría aranceles del 25%. Ese ataque a la Unión Europea (UE) responde a razones ideológicas y es también funcional a una retórica de polarización dirigida a su base electoral. Sin embargo, también hay razones geopolíticas: distanciarse de Europa y reducir la implicación en su seguridad a través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) es parte del giro estratégico de Estados Unidos hacia la contención de China, que inició Barack Obama y también mantuvo el gobierno de Joe Biden. La inesperada invasión rusa de Ucrania forzó a Estados Unidos a retornar a Europa, pero a largo plazo ello no ha alterado ese viraje estratégico hacia el Indo-Pacífico, un nuevo constructo geopolítico en gran medida creado en Washington.
El Proyecto 2025, elaborado por la Fundación Heritage de cara a las elecciones presidenciales de 2024 no llega a plantear la retirada estadounidense de la OTAN, propuesta por republicanos radicales y, en ocasiones, por el propio Trump. Para centrarse en China, reclama que los europeos asuman y paguen el costo de la disuasión ante Rusia, dejando el «paraguas» nuclear estadounidense como último recurso. De igual manera, Ucrania debería pasar a ser un problema de los europeos.
Distanciándose de las políticas de Biden, Trump anunció la reducción de la ayuda a Ucrania –y su intención de pasar la factura por la ya otorgada– para forzarla a aceptar una paz favorable a Rusia. Así lo afirmó el secretario de Defensa, Pete Hegseth, en la reunión del 12 febrero de 2025 del Grupo de Ramstein, encargado de coordinar la asistencia militar a Kiev. Ante un posible cese el fuego –sobre el que en ese mismo momento dialogaban de manera bilateral Trump y Putin–, Hegseth reclamó un costoso y arriesgado despliegue en Ucrania de tropas «europeas y no europeas», sin cobertura de la OTAN, mientras descartaba la participación europea y ucraniana en esas conversaciones de paz.
En otra escenificación de ese viraje en la Casa Blanca, el 28 de febrero Trump y el vicepresidente J.D. Vance trataron de humillar públicamente al presidente ucraniano, Volodímir Zelensky, haciéndole saber que «no tenía cartas» y que debía aceptar una pax trumpiana –muy cercana a la pax russica–, además de un desfavorable acuerdo para la explotación de minerales y tierras raras por parte de Estados Unidos. Esas presiones continuaron con informaciones confusas sobre la desconexión de los terminales de internet satelital Starlink, propiedad de Elon Musk y herramienta clave para los militares ucranianos, y el abrupto anuncio de la suspensión de la ayuda militar y de inteligencia de Estados Unidos, más tarde restablecida.
La visión revisionista del vínculo noratlántico de Trump no se limita a la seguridad o a Ucrania. Supone una lista de exigencias, que, más que un desacople militar o económico pretenden llevar a Europa a una situación de subordinación estratégica cuyos costos, además, correrán a costa de los propios europeos. En el terreno económico, lo que Trump pretende arrancar a la UE y a otros socios y aliados abarca la reducción del déficit comercial –no se menciona la balanza de servicios, en la que Estados Unidos tiene superávit–; la eliminación de los impuestos a los servicios digitales –como la «tasa Google»– adoptados por algunos países; y la supresión o debilitamiento de la regulación europea de los servicios digitales y la inteligencia artificial, por su alcance mundial, como es expresión de lo que la profesora Anu Bradford llama el «efecto Bruselas» o poder regulatorio global de la UE. En su intervención del 14 de febrero en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en vísperas de las elecciones generales en Alemania, el vicepresidente estadounidense sorprendió con un discurso ideologizado e identitario, favorable a la extrema derecha alemana y europea, y en contra del «wokismo» y la regulación digital de las redes, calificada como «censura» y ataque a la libertad de expresión. Vance mostró así que, en realidad, la política europea de Trump estaba más cerca de Budapest y Moscú que de Bruselas.
Tratando de apaciguar a Trump, en noviembre de 2024 la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, había ofrecido equilibrar el déficit comercial con mayores importaciones de gas licuado estadounidense, sustituyendo el que aún procedía de Rusia. Pero Trump también ha reclamado que los miembros europeos de la OTAN aumenten el gasto en defensa –y, con ello, las compras de armas estadounidenses– más allá del 2% del PIB acordado en la cumbre de Gales de la OTAN en 2014. La mayoría ya había alcanzado ese porcentaje en 2025, no tanto por presiones estadounidenses, como a causa de la invasión rusa de Ucrania. Esta puso en evidencia serias carencias de producción, logística y reservas de munición en los ejércitos y la industria europeos. En la reunión de Davos el 22 de febrero pasado, Trump exigió por primera vez 5% del PIB para gasto en defensa, que después se desglosó en 3,5% a gasto militar directo y 1,5% indirecto para infraestructura crítica, ciberseguridad o desarrollo industrial. Ello implicaría un aumento de las compras a Estados Unidos, dada la actual fragmentación de la industria militar europea y su menor capacidad para suministrar sistemas de armas avanzados. Para Trump, esa sería una vía rápida de reequilibrar la relación entre Estados Unidos y la UE y «poner precio» a la implicación de Estados Unidos en el espacio noratlántico.
¿Qué palancas está utilizando la administración Trump para lograr esos objetivos? En primer lugar, la amenaza de aranceles de un 50% a partir del 1 de agosto, por encima del 10% ya aplicado con carácter general a la UE, y del 20% anunciado en abril de 2025. Se sumarían a los ya aplicados al acero y aluminio (25%), a automóviles y repuestos (25%), y otros por definir para otros productos clave. Son parte de una estrategia que de manera deliberada crea incertidumbre, a riesgo incluso de pérdidas económicas para Estados Unidos y de una posible recesión global, que, de nuevo, Trump emplea como medio coercitivo (the weaponization of uncertainty).
Además, Trump presiona con su declinante compromiso con la OTAN y el abandono de Ucrania, que se vería obligada a una suerte de capitulación, lo que supone el fin del vínculo transatlántico tal y como era conocido. Lo cual es ilustrado de manera diáfana por el giro de 180 grados que se ha producido en la posición estadounidense ante la invasión rusa. Este es quizás el peor escenario para Europa y para la UE, en particular para países que consideran que Rusia es una amenaza existencial (Polonia y los países nórdicos y bálticos). Para la nueva Comisión Europea, la invasión rusa de Ucrania y el riesgo de que Rusia pueda imponerse militarmente también es, explícitamente, una prioridad de la UE para su propia seguridad.
El viraje de Trump y de Estados Unidos tiene implicaciones sistémicas: por un lado, en la práctica Estados Unidos abandona su compromiso noratlántico y pretende, al mismo tiempo, establecer una relación de mayor dependencia –o de vasallaje, como la denominó el presidente francés, Emmanuel Macron–, que sitúa a los europeos ante un doble dilema interconectado: entre fragmentación y unidad, y entre subordinación o autonomía estratégica.
La mayor parte de los gobiernos europeos y las instituciones de la UE están hoy en manos de las tradicionales elites atlantistas, que abarcan fuerzas liberales y democristianas y sectores socioliberales de la socialdemocracia, representadas, entre otros, por Mark Rutte, Keir Starmer, Ursula Von der Leyen o Kaja Kallas. En Francia, ese vínculo también se considera esencial, al menos mientras se alcanza una mayor autonomía europea, que entronca con esa suerte de neogaullismo que representa Emmanuel Macron. Para esas elites quizás el peor escenario, que genera inseguridad existencial y una real angst de fin de época, es que Estados Unidos abandone el vínculo transatlántico. O que este no sea creíble ante Rusia. Ambas cosas se ponen a prueba a corto plazo en Ucrania. Consciente de ello, en su estrategia frente a Europa, Estados Unidos presiona simultáneamente en tres direcciones: comercio, OTAN y Ucrania. «Es la tormenta perfecta», según el anterior alto representante, Josep Borrell. Si no se cede en el comercio o en gasto de defensa, Trump presionará con la reducción de la ayuda y el abandono de Ucrania a las demandas rusas. Será difícil salir bien parado en esa triple negociación.
La inseguridad ontológica de las elites políticas europeas no solo responde a una identidad y cultura política arraigada, o al alcance de los vínculos económicos. Aún hay 84.000 soldados estadounidenses estacionados en Europa, y buena parte del arsenal de los ejércitos europeos tiene ese origen. Ante la crisis de confianza en la OTAN suscitada por Trump, se ha señalado que esos sistemas podrían tener un «kill switch» [interruptor por emergencia] por el que dejarían de ser operativos si Estados Unidos decidiera bloquearlos. El ejemplo paradigmático es el cazabombardero F-35, cuyo funcionamiento depende de datos alojados en una «nube» controlada por Estados Unidos. Es tal la dependencia de algunos de esos sistemas que, aun existiendo voluntad y medios, no se contará con equivalentes europeos en muchos años.
Ese es un argumento claro para promover una industria europea de defensa más fuerte y autónoma. Pero también se utiliza para lo contrario: para considerar fútil ese esfuerzo y alegar que mantener la dependencia de Estados Unidos y el vínculo defensivo de la OTAN es más barato y eficaz ante unas amenazas que, se afirma, ya están aquí. Algunos servicios secretos europeos hablan de un posible zarpazo ruso, tal vez militar, tal vez híbrido, que pudiera tener lugar en pocos años, en las repúblicas bálticas o el corredor de Suwałkiy el enclave de Kaliningrado, para poner a prueba la resolución de los aliados a través del artículo 5, de defensa colectiva.
Si Rusia hiciera una apuesta geopolítica de ese tipo, no está claro que los europeos quisieran ir a la guerra si Estados Unidos no responde. Significativamente, es Washington quien vuelve hoy menos creíble ese factor disuasorio. En principio, la cláusula de solidaridad del Tratado de la Unión Europea proporciona garantías jurídicas similares, si no mayores, que la cláusula de defensa mutua de la OTAN. Pero su solidez real también suscita dudas entre los propios aliados y miembros de la UE, sobre todo en su vertiente oriental.
En la UE se mantiene el discurso sobre la autonomía estratégica, y las políticas en materia de energía, industria, defensa o tecnología que se proponen y aplican desde las instituciones comunes y los Estados miembros, como ReArm Europe, declaran seguir ese objetivo. Pero lo que parece dominar la retórica y las políticas concretas frente a Trump es una estrategia de acomodamiento y apaciguamiento, con concesiones en asuntos clave para evitar una guerra comercial a gran escala, con una espiral arancelaria que conduciría a una crisis económica global, y que Estados Unidos rompa con la seguridad noratlántica, lo que en Ucrania llevaría a la imposición de una versión rusa de la paz de los vencidos, y a largo plazo en una situación de soledad estratégica que las elites atlantistas ven arriesgada y costosa.
Esa estrategia de acomodamiento y apaciguamiento puede verse en la autocontención verbal de los líderes europeos frente a las constantes provocaciones de Trump y su equipo; o en el foco en los asuntos clave –comercio, seguridad y defensa mutua, apoyo a Ucrania– frente a otros intereses europeos que pueden terminar siendo sacrificables, como la regulación digital o la fiscalidad. Así parece indicarlo el acuerdo adoptado por el G-7 en su cumbre de Montreal el 29 de junio de 2025 para que no se aplique a las empresas estadounidenses el acuerdo adoptado en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sobre el piso mínimo de tributación de 15%.
En la Cumbre de Londres, convocada de urgencia por Keir Starmer el 2 de marzo de 2025 tras la reunión entre Zelensky y Trump en la casa Blanca, los europeos trataron de mostrarse como aliados leales, útiles y dispuestos a asumir costos, y de esa manera obtener una silla en la mesa de negociación frente al anuncio de conversaciones bilaterales entre Estados Unidos y Rusia. Para ello se propuso una «coalición de dispuestos», ofreciendo apoyo económico y militar a Ucrania y, como garantía de seguridad, despliegues militares terrestres y aéreos.
Hay que mencionar también el apresurado anuncio por parte de Ursula Von der Leyen de la iniciativa ReArm Europe, el 4 de marzo de 2025, mediante la cual se pretende incrementar el gasto militar europeo en 800.000 millones de euros adicionales. Esa cifra es similar a los recursos de NextGenerationEU movilizados ante la pandemia del covid-19. De ellos, 150.000 millones serían préstamos impulsados por el Banco Europeo de Inversiones (BEI) para proyectos comunes de industria de defensa. Hasta ahí puede llegar la Comisión Europea, dado que sus competencias se limitan a la política industrial, mientras que la política de defensa es aún competencia nacional. Los otros 650.000 millones serían fondos de los Estados miembros, que desembolsarán, o no, de manera voluntaria, sin que se contabilicen dentro de los umbrales de déficit y deuda de las reglas fiscales europeas.
Pero quizás el ejemplo más claro de esa estrategia de concesiones y apaciguamiento es la Cumbre de la OTAN en La Haya el 25 de junio de 2025. Centrada en el 5% y su calendario, fue una cumbre corta y cuidadosamente coreografiada para aplacar a Trump y evitar que una de sus impredecibles reacciones debilitara la credibilidad de la Alianza y el compromiso estadounidensede la que depende. Los aliados europeos habrían preferido hablar de las razones de ese aumento (Rusia y Ucrania) y los objetivos de ese 5% (defensa aérea, misiles, nuevas capacidades en drones y guerra electrónica), pero era arriesgado abrir esos debates.
El único país abiertamente disidente fue España, el miembro de la OTAN que menos recursos destina a defensa como proporción del PIB. Los argumentos españoles eran compartidos sotto voce por otros Estados miembros: que 5% era una cifra arbitraria, supone demasiado gasto y no existe capacidad ni planes para utilizar esos recursos de manera ordenada y eficiente; que los criterios de cómputo omiten contribuciones importantes que España y otros ya hacen; que, en un escenario de elevado endeudamiento público y escaso margen fiscal, se pondría en peligro la estabilidad presupuestaria en el marco de la UE, y que supondría recortes sociales difícilmente asumibles por el electorado.
Algunos países tienen más margen fiscal para permitirse ese aumento: los nórdicos, o Alemania, que con la gran coalición presidida por Friedrich Merz levantó en marzo de 2025 el «debt brake» para lanzar un gran programa de gasto e inversión. Para otros, como Polonia, y de nuevo los nórdicos o los bálticos, la percepción de amenaza de Rusia está más presente y el aumento del gasto tiene mayor apoyo público. Pero es dudoso que esa meta pueda ser cumplida por países como Francia o Italia, debido a sus constricciones fiscales y de deuda.
Pero, más allá de esas razones, la visible oposición de Pedro Sánchez respondía a razones de política doméstica: acorralado por escándalos de corrupción, optó por una estrategia de confrontación con Trump para desviar la atención. Existía el temor de que otros países se sumaran a España, de repente «gran villano» de la OTAN, y que ello provocase las temidas reacciones de Trump. En vísperas de la reunión, Sánchez logró un compromiso escrito de Rutte que le eximía de ese 5%, aunque ese apartado no figura en la declaración final. Por presión de varios países, el plazo inicial para llegar a 5% pasó de 2032 a 2035. Pero Italia, Francia y otros miembros renuentes al 5% optaron por callar y acatar, a sabiendas de que esa meta queda lejos y no es vinculante. Otros países fueron más entusiastas. En la misma fecha de la Cumbre, el Reino Unido anunció la compra de 12 aviones F35A con capacidad de portar armas nucleares estadounidenses, en un importante giro estratégico que supone ligar más sus capacidades nucleares con las de Estados Unidos. Solo existía una alternativa europea con esa capacidad, el francés Dassault Rafale, que fue descartado.
Así, la Declaración de La Haya reafirmó ritualmente el «compromiso férreo» con la defensa mutua del artículo 5, y conforme a las exigencias de Trump, el objetivo del 5% del PIB para 2035. Es el momento en el que Trump hizo público el mensaje obsequioso, si no abiertamente servil, enviado de manera privada por el secretario general, Mark Rutte, atribuyendo al estadounidense el éxito de la Cumbre y comprometiéndose a que los europeos terminarán pagando lo debido.
¿Diplomacia hábil o innecesaria muestra de servilismo? Los socios europeos de la OTAN pasaron en pocos meses de los discursos sobre la autonomía estratégica a las demostraciones de vasallaje, y la posible espantada trumpiana se evitó. Estados Unidos logró sus objetivos inmediatos y el 5% ha quedado inscrito como meta colectiva de la Alianza, pero hay que precisar que de manera ambigua y con distintas vías de escape. En lugar de comprometer a «todos los aliados» con el nuevo objetivo, el comunicado simplemente omitía la palabra «todos» lo que relativiza el grado de obligatoriedad. Quizás se trataba, sobre todo, de ganar tiempo. Las elites europeas más atlantistas están convencidas de que Trump es un fenómeno pasajero, y que las elecciones presidenciales de 2028 llevarán a la Casa Blanca a alguien más dialoguista y con voluntad de recuperar la vieja relación transatlántica con Europa, preservando la OTAN y su misión tradicional, aún vigente, que Lord Ismay, su primer secretario general, resumió, en plena Guerra Fría, con la célebre frase «mantener a los rusos fuera, a los estadounidenses dentro, y a los alemanes [o Europa] abajo», delegando en Estados Unidos parte del alto coste que supondría una defensa europea autónoma.
Pero esto es quizás más un deseo que una realidad. Trump puede ser un síntoma de un cambio político y cultural más profundo, y de su traducción geopolítica, pues el distanciamiento estadounidense de Europa y el giro hacia el Indopacífico se acentuará. Las concesiones europeas en La Haya no resuelven esta cuestión, y seguirá habiendo dudas sobre el verdadero compromiso de Washington con la seguridad europea. Un ejemplo: apenas unos días después de la Cumbre, Estados Unidos anunció una reducción de las entregas de armas y munición para Ucrania, que solo se revirtió tras intensas gestiones diplomáticas.
La visión europeísta, que se resiste la dependencia estratégica de Estados Unidos, también considera que es necesario un mayor gasto en defensa, sea dentro del «pilar europeo» de la OTAN o en el marco de la política europea de seguridad y defensa. Ello hace tolerable, e incluso deseable esa meta del 5%, pero tratarán de orientarla a una mayor autonomía. Ello, como alega Josep Borrell en un texto titulado «La Unión Europea, entre guerras y elecciones, ante la dureza del mundo», supone reconocer la soledad estratégica de la UE y los costos que ello comporta, que, siendo elevados, Europa puede afrontar. Se trataría del viejo dilema europeísmo-atlantismo siempre presente en el debate europeo sobre seguridad y defensa, aunque puesto al día por el «momento Trump».
Finalmente, más allá de la Cumbre de la Haya hay dos cuestiones que Europa no ha querido debatir y son determinantes para su seguridad futura. El aumento del gasto militar en marcha se puede justificar con argumentos atlantistas o europeístas, o con ambos a la vez. Pero lo que hoy existe en Europa es un patrón de gasto y organización militar muy fragmentado e ineficiente, con múltiples duplicidades y un alto nivel de despilfarro. En 2024, el gasto militar de la UE y el Reino Unido, unos 457.000 millones de dólares, era ya 2,5 veces el de Rusia, que alcanzaba 149.000 millones tras el fuerte aumento que ha supuesto la invasión de Ucrania. Verter más dinero en ese esquema solo aumentará la ineficiencia y el derroche. El ejercicio de racionalización y priorización de una verdadera política europea de defensa permitiría tener más capacidad con los recursos ya existentes, incluso con menos, pero más allá de las limitadas iniciativas de la Comisión Europea, no parece que ese ejercicio vaya a darse pronto.
La segunda cuestión atañe a los conceptos sobre los que construir la seguridad europea, en la que es necesario un debate más abierto. Hay que preguntarse si esta debe estar basada únicamente en un estado de guerra, caliente o fría, que se cronifique; en una nueva carrera armamentística, incluyendo el despliegue de cientos de miles de soldados en el flanco oriental; en el despliegue de armas nucleares, incluidos peligrosos misiles de alcance intermedio; y, a la postre, en naturalizar un nuevo «telón de acero» basado en la OTAN, con o sin «pilar europeo».
Ese modelo, altamente militarizado y securitario, es muy costoso, y a la larga, como ocurrió en la Guerra Fría, será contraproducente por generar nuevos «dilemas de seguridad». Si es que en algún momento existe posibilidad de interlocución constructiva con Rusia, será necesaria una nueva arquitectura de seguridad que recupere la construcción de confianza mutua, el control de armamentos y el desarme convencional y nuclear. Las experiencias de la Conferencia de Helsinki, desarrollada entre 1973 y 1975, en plena Guerra Fría, pueden servir de inspiración para ese proceso. Plantear la posibilidad de un nuevo Helsinki, adaptado al presente, implica ampliar el debate y reconocer, de manera realista y pragmática, el principio de indivisibilidad de la seguridad europea, y reivindicar la necesidad de una nueva arquitectura paneuropea de seguridad común o de seguridad cooperativa. Pero, de nuevo, ese es un debate que aún está por plantearse.
*José Antonio Sanahuja
Catedrático de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense y profesor de la Escuela Diplomática de España. Fue director de la Fundación Carolina y actualmente es asesor especial para América Latina y el Caribe del Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad de la Unión Europea, Josep Borrell.
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