La reinvención de Siria

28.06.2025

Por Santiago Montag y Daniel Wizenberg

La República Árabe Siria, tal como la conoció el mundo bajo el destronado Bashar al-Assad, se ha disuelto. El país entró en una transición incierta: la paz es intermitente; la sombra de la guerra prevalece en episodios de violencia sectaria, mientras el cielo se ilumina por los combates aéreos entre Israel e Irán. La reinvención de Siria se caracteriza por dos fuerzas en tensión: la libertad de acceder a nuevos espacios de millones que fueron estigmatizados y marginados por más de una década; y aquellos que sienten amenazados sus escasos derechos democráticos preexistentes.

Una vez que al-Assad llegó a Moscú, los festejos se fueron apagando. La gente retomó la vida cotidiana en un país que aún no tiene nombre definido y cuya Constitución todavía es provisional, mientras la electricidad apenas dura dos horas al día. El valor de su moneda, la lira siria, lo fija el mercado paralelo, en ausencia de un banco central sólido o de reservas que respalden la economía. Hacen falta tantos billetes con el rostro de Bashad al-Assad para pagar transacciones mundanas –la verdulería, la panadería, un hummus– que los comerciantes muchas veces pesan el dinero en lugar de contarlo. Cambiar un billete de 100 dólares implica cargar una mochila repleta de liras.

Han pasado seis meses desde que la nueva bandera comenzó a flamear en Damasco: el verde ha reemplazado al rojo, recuperando los colores que representaban a Siria antes del ascenso del partido Baaz al poder en 1963. Tras 54 años de dominio de la familia Assad y 13 de un conflicto devastador, Siria intenta reinventarse entre las ruinas.

Los fantasmas de la guerra

La Primavera Árabe desembarcó en Damasco en 2011 impulsando un levantamiento popular que hizo temblar a Bashar al-Assad, pero que devino en un conflicto interno que rápidamente se internacionalizó: Turquía, Irán, Rusia, Estados Unidos y otros actores globales enterraron sus garras para apoyar a distintos grupos locales, como el Ejército Libre Sirio y las fuerzas kurdas de la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria (AANES).

Desde Daraa en el Sur hasta Alepo en el norte, las protestas contra el régimen se radicalizaron en enfrentamientos armados estimulados por la violenta represión del Estado. Assad necesitaba sabotear el proceso revolucionario inicial. Con éxito, instrumentalizó el mosaico etnorreligioso de Siria, compuesto por una mayoría de musulmanes sunitas –60%– y una diversidad que incluye a chiítas, alauitas, cristianos, drusos, kurdos y armenios. Su objetivo era claro: sostenerse en el poder a cambio de desgarrar perversamente la geografía del país.

Es preciso tener en cuenta que el régimen de la familia Assad tuvo profundas conexiones con todos estos grupos. Hafez al-Assad (padre de Bashar) dio comienzo desde la década de 1970 al giro del secularismo del partido Baaz hacia una orientación política más vinculada a la religión. Con el correr de los años, consolidó a políticos de la comunidad alauita –una rama minoritaria del islam chiíta marginada durante siglos– como sostén fundamental del poder estatal, entregándoles a sus miembros durante décadas cargos claves en el ejército, la inteligencia y la administración pública. Aunque el discurso oficial promovía un nacionalismo árabe y laico, en la práctica el acceso al poder y los privilegios se concentraron en gran parte en la minoría alauita, y se marginó progresivamente a otros sectores, especialmente a los musulmanes sunitas. Por otro lado, gran parte del poder económico se sostenía en empresarios cristianos y sunitas. Con los años, la familia Assad mantuvo una política de irrupción dentro del sunismo para controlar desde el Estado los asuntos religiosos con una visión «moderada» del islam sunita, ya que temía que desde las mezquitas se organizara la oposición al régimen (algo que posteriormente se desarrolló de otra manera). Esta estructura desigual fue, al mismo tiempo, garantía de estabilidad y semilla de resentimientos profundos.

Mientras el gobierno reprimía las revueltas, se dedicó a liberar prisioneros de las organizaciones más temibles del planeta para reforzar una narrativa oficial que presentaba al enemigo interno como sunita extremista, alimentando los temores sectarios. Al mismo tiempo, diversas fuentes identificaron el uso de milicias afines al régimen para actuar fuera de la ley, ocasionando caos y justificando el uso de armas pesadas. Lo que siguió fueron las peores masacres vistas en décadas en la región. Ni siquiera el exilio garantizó seguridad a la juventud que había salido a protestar por mejores condiciones de vida. Más de 60.000 personas –entre estudiantes, trabajadores y desempleados de todas las comunidades– fueron asesinadas, torturadas, desaparecidas o arrestadas en los primeros años de la represión. Barrios enteros fueron arrasados, comunidades enteras desplazadas o exterminadas, y las tensiones étnicas se convirtieron en heridas abiertas que hoy siguen supurando.

Mientras tanto, de las ruinas del Estado sirio florecieron organizaciones como Jabhat al-Nusra y el Estado Islámico, empujando a cada comunidad a refugiarse aún más en su identidad. El resultado es una Siria quebrada, donde la convivencia que alguna vez fue posible parece, hoy, una esperanza lejana.

La guerra resultante atravesó diversas etapas, dejó cientos de miles de muertos y millones de desplazados y fracturó a la sociedad siria de forma profunda y duradera. Esas grietas, tan visibles como los escombros que cubren las ciudades, siguen abiertas. Sin embargo, en medio del dolor y la devastación, parece haber un frágil consenso: ha llegado el tiempo de bajar las armas.

Los que irrumpen

La nueva cara del poder en Siria es un ex-yihadista nacido en los Altos del Golán que reemplazó el uniforme de combate por un traje y luce relojes de oro. Es Ahmed Hussein al-Shara, cuyo nombre de guerra es Abu Mohammed al-Jolani, quien fuera en su momento cercano a Abu Bakr al-Baghdadi, el fundador del Estado Islámico, y admirador de Osama bin Laden. Hoy se presenta como un líder moderno, casi tecnocrático.

Su trayectoria comenzó en Al-Qaeda en Iraq para luego liderar el Frente al-Nusra (de base sunita), la filial siria de la organización pero con objetivos limitados al territorio nacional. Más tarde, buscando legitimidad popular local, rebautizó su grupo Hayat Tahrir al-Sham [Organización de Liberación del Levante] (HTS), distanciándose de la yihad global para construir un poder basado en pragmatismo y control territorial desde 2017.

Tras la retirada del régimen de Assad de Idlib en 2020, al-Jolani estableció allí un gobierno de facto que ofrecía servicios básicos a la población. Desde ese bastión, consolidó alianzas y, ante la debilidad progresiva del régimen, logró avanzar hacia el sur sin encontrar demasiada resistencia, y finalmente tomó Damasco en diciembre de 2024.

Ante los temores de todas las minorías, el nuevo mandatario insistió en la necesidad de integrar a todas las comunidades sirias –sunitas, alauitas, cristianos, kurdos, drusos– en el nuevo proyecto nacional. Hasta el momento las inquietudes continúan, mientras el gobierno se consolida en la medida en que el escrutinio público lo pone a prueba frente a los desafíos que se presentan en la transición. En la visión de la nueva administración, la revolución siria fue necesaria para derrocar al viejo régimen, pero ahora debe dar paso a una «mentalidad de Estado».

Junto a él, los arquitectos del nuevo gobierno son Asaad al-Shaibani y Mohamed al-Bashir, canciller y primer ministro respectivamente, figuras claves para abrir Siria a los circuitos diplomáticos y financieros internacionales. En Davos, al-Shaibani anunció una agenda de privatización económica y desmontaje del viejo modelo «socialista», aunque recordó con pragmatismo: «hay que extender la alfombra según la longitud de las piernas».

El nuevo gobierno tiene el objetivo imperioso de levantar el peso de las sanciones económicas aplicadas por Estados Unidos y Europa, algo que Donald Trump estaría cumpliendo, al tiempo que Siria se conecta al sistema financiero SWIFT (supervisado por las potencias occidentales). Para al-Shara, estos pasos son esenciales con vistas a reconstruir la infraestructura y distribuir los servicios básicos, en un país donde aún hoy, recordemos, la electricidad llega apenas dos horas al día. El gran interrogante que flota en el aire es ¿a cambio de qué?

La torta

Mientras las nuevas autoridades en Damasco prometen reconstrucción y reconciliación, en las calles el poder real parece extenderse más allá de las fronteras. Como sintetiza Walat Abdo, sentado en un café cerca de la plaza Muhafaza: «Si los problemas de Siria se resolvieran entre sirios, todo iría bien. Pero todos están mordiendo el pastel desde afuera».

Entre esos comensales, Turquía ha logrado sentarse en la cabecera. Según la periodista turca Hediye Levent, veterana de conflictos en Siria, Iraq y Líbano, el presidente Recep Tayyip Erdoğan desempeña hoy un papel clave en la nueva Siria. «Erdoğan se siente el nuevo sultán», resume. Durante la guerra civil, Turquía respaldó a diversos grupos rebeldes. Hoy, tras la caída de Assad, Ankara emerge como el gran garante del nuevo orden. No solo ha provisto armas y apoyo a HTS, sino que ahora aporta electricidad y vuelos comerciales, y promete infraestructura para reconstruir lo que la guerra destruyó. Desde Estambul, los políticos y empresarios turcos vuelan directamente a Damasco, y en el norte de Siria la lira turca ha reemplazado de facto a la lira siria.

En la Conferencia de Diálogo Nacional, la huella de esa influencia fue evidente. Aunque se habló de unidad, la democracia y el secularismo brillaron por su ausencia. Y sectores como los kurdos, históricamente marginalizados, fueron deliberadamente excluidos. Mientras tanto, otros apoyos llegan de Doha: Qatar actúa como sostén financiero para pagar los salarios públicos, en un país donde la quiebra estatal dejó a miles de empleados y jubilados sin ingresos.

Para Levent, el futuro de Siria dependerá, en gran parte, de los intereses estratégicos de Turquía: «Erdoğan se posiciona como el arquitecto de esta nueva etapa. Por eso no invitaron a los kurdos al proceso actual: todavía los ven como una amenaza a ese diseño».

A ambos lados de la frontera turco-siria, hay movimientos incipientes para intentar negociar una paz duradera con las organizaciones kurdas –el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK, por sus siglas en kurdo) en Turquía y las Unidades de Protección Popular (YPG) en Siria–. Pero el camino será largo, y la retirada de las tropas estadounidenses del noreste no hará sino acelerar las presiones. Es decir, en Turquía, Abdullah Öcalan, el líder del PKK, anunció que el partido se disolverá y desarmará, dando fin a 40 años de lucha armada para integrarse en procesos electorales. En Siria, las YPG-SDF comenzaron conversaciones para formar parte del nuevo Estado, tanto territorial como políticamente. En ambos casos, los tiempos no son claros.

La nueva guerra abierta por Israel contra Irán, con involucramiento total de Estados Unidos, reveló aún más la debilidad en que se encuentra Teherán tras la caída de su aliado Assad y luego de la destrucción de las capacidades militares de Hezbolá en Líbano. A pesar de que Israel ha invadido el sur de Siria y amenaza constantemente al gobierno, Erdoğan advirtió a al-Shara que no debía involucrarse en un conflicto con el vecino.

En Damasco, el nuevo gobierno lucha por dar estabilidad y credibilidad a un país exhausto, consciente de que necesita convencer a Estados Unidos y Europa de que puede pilotear Siria sin hundirla en nuevas guerras o matanzas. Algunos pasos ya se dieron en términos económicos, pero también geopolíticos, al acordar la asunción del control de los campos de detención donde se encuentran prisioneros miembros del Estado Islámico y sus familias en al-Hawl, al-Haseke y al-Roj, al noreste del país. Intenta demostrar que el actual es un gobierno serio y profesional, y no un grupo de ex-terroristas que dan un golpe de Estado para tomar revancha. La urgencia de levantar las sanciones económicas es tan vital como la necesidad de sostener la paz.

Los ecos

A pesar de las nuevas banderas y de los discursos de unidad, Siria sigue siendo un rompecabezas de comunidades heridas. La diversidad, lejos de ser un motor de la reconstrucción, es también un campo de tensiones.

En Palmira, entre ruinas que evocan la resistencia de la emperatriz Zenobia, Wael, de 44 años, recorre las calles de su infancia devastada. Miembro de la comunidad sunita, Wael sobrevivió a la brutal ocupación del Estado Islámico en 2015, cuando la ciudad fue tomada tras cinco días de combates. «Los cadáveres estaban por todas partes, repletos de moscas», recuerda. Tras huir hacia campamentos de refugiados en Idlib, volvió a Palmira años después para reencontrarse con su hermano Omar: un abrazo entre los escombros, cargado de lágrimas y memorias rotas.

En Damasco, la historia de Nora Hussein refleja otra faceta del dolor. Descendiente de palestinos expulsados en 1948, Nora trabaja como entrenadora en un gimnasio del barrio de Shaalan. Cuando HTS tomó la capital, su primer sentimiento fue de miedo: miedo por su familia, por su casa, por todo lo que podía perder. Pero en el campamento de Yarmouk, donde creció su comunidad, encontró celebración. «La gente estaba feliz. Pensaban que por fin habría un cambio», dice Nora, aunque admite que la incertidumbre sigue gobernando el día a día.

Desde el noreste kurdo, Khalat, consultora de ONG y activista, observa el avance de las fuerzas turcas y de HTS con desconfianza. Para ella, la caída de Assad fue un logro, pero la ofensiva sobre Afrin, Shahba y otras zonas kurdas volvió a encender viejas alarmas. «La guerra por el agua y la tierra sigue», explica, refiriéndose al control estratégico de la cuenca del Éufrates. «Queremos una Siria democrática, federal y plural. Pero tememos que nos quieran borrar del mapa».

En el bastión druso de Jaramana, Zeyd, un investigador cultural de 30 años, sintetiza las contradicciones del momento: «Queríamos libertad y tenemos miedo. Queríamos democracia y vemos militarismo islamista». La comunidad drusa, históricamente autónoma, hoy se encuentra atrapada entre la nueva administración y el riesgo de injerencias externas, como las tentativas israelíes de ganarse su apoyo, mientras reciben ataques sectarios de organizaciones armadas no identificadas.

Para los cristianos, la situación tampoco es mejor. Desde Maaloula, la última ciudad donde se hablaba arameo, María cuenta cómo las casas son tomadas por radicales. «Ya no queda nadie que nos defienda», dice. La ciudad se vacía lentamente, y con ella se apaga una lengua milenaria. Para los alauitas, antaño columna vertebral del régimen, el presente también se tiñe de temor. Desde Moscú, Ola al-Bakeer denuncia la espiral de violencia que golpea a su comunidad: desalojos, asesinatos, ejecuciones sumarias. «Ahora somos perseguidos solo por ser quienes somos», lamenta. En Damasco, Bashar, un joven alauita que nunca apoyó a Assad, teme igualmente: «Para ellos, todos somos culpables».

Un Estado de arena

La diversidad de voces revela una verdad incómoda: Siria sigue siendo un país profundamente fragmentado. La unidad, más que un hecho, es todavía una aspiración lejana. En marzo, esa fragilidad se hizo carne en la costa siria, donde la guerra parecía un recuerdo lejano. Latakia, Jableh y Baniyas –ciudades alauitas que durante años fueron bastiones del régimen de Assad– se vieron envueltas en un nuevo ciclo de violencia.

Lo que comenzó como una serie de pequeños enfrentamientos entre miembros organizados del antiguo régimen y las fuerzas de seguridad del nuevo gobierno escaló rápidamente. Los desgarros de la guerra llevaron a que muchos sunitas identificaran a los alauitas como responsables de los crímenes de Assad. Pero, en verdad, esta comunidad fue tan víctima de la represión como el resto. Para el 8 de marzo, los choques se habían transformado en masacres contra civiles, saqueos y venganzas sin control.

Según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, más de 740 civiles y 300 soldados murieron en apenas una semana. En redes sociales circularon videos de asesinatos, con niños entre las víctimas, mientras surgían también relatos de miembros de la comunidad sunita que ayudaban a los alauitas a escapar de las matanzas.

La brutalidad no dejó espacio para los matices. Desde Damasco, el gobierno sindicó los hechos como «acciones individuales» y prometió investigar. Pero un mes después no hay registros de responsables detenidos. La versión oficial suena a coartada en un país en el que la venganza a menudo precede a la justicia.

A finales de abril, la misma suerte corrió la comunidad drusa. Los suburbios capitalinos de Jaramana, Sahnaya y Ashrafieh vivieron escenas de guerra civil durante cuatro días. Los atacantes, pertenecientes a la misma unidad autodenominada «Comando Suicida», ingresaron a los tiros con armas pesadas en esas ciudades luego de la publicación en redes sociales de un supuesto audio de Marwan Kiwan, un clérigo druso, en el que insultaba al profeta Mahoma. Aunque Kiwan negó ser la persona que se escuchaba en el audio, la ira provocó enfrentamientos en las afueras de Damasco y desencadenó ataques sectarios contra estudiantes universitarios. Simultáneamente, estallaron combates en Sweida cuando un convoy de milicias drusas se dirigió a Damasco para apoyar a su comunidad. Tras cuatro días de escenas de guerra civil, se llegó a un acuerdo entre la Dirección de Seguridad General y los líderes drusos.

Detrás de estos episodios sangrientos se esconde un problema mayor: el presidente Ahmad al-Shara no controla totalmente a las agrupaciones que componen HTS. La falta de una fuerza armada única, la competencia entre caudillos locales y el deseo de algunos líderes de ajustar cuentas bajo el pretexto de «eliminar remanentes del régimen de Assad» hacen que la autoridad central se diluya al alejarse de Damasco.

La impunidad de la violencia dinamita el discurso de la unidad nacional, mientras revela que la estrategia de Occidente es apuntalar al nuevo gobierno como garante de una estabilidad impuesta por la fuerza. Un método que apenas se distancia del gobierno precedente, en un Oriente Medio que desciende cada vez más al caos.

Fuente:

https://nuso.org/articulo/la-reinvencion-de-siria/