Las líneas rojas que cruza Israel

20.09.2025

El bombardeo israelí sobre Doha, que buscó alcanzar a la cúpula de Hamás en medio del proceso de negociaciones, golpeó a un país aliado de Estados Unidos. La ofensiva erosiona la confianza de Washington y enciende las alarmas en las monarquías del Golfo, mientras Israel sostiene su supremacía militar gracias al respaldo occidental. 


Por Marcus Schneider

Con el ataque aéreo contra los negociadores de Hamás en Doha, Israel ha vuelto a cruzar una línea roja. En Oriente Medio, el derecho internacional y las normas de interacción entre Estados están cediendo cada vez más ante un anything goes [todo vale]. Pero una estrategia basada únicamente en la fuerza conduce directamente a la anarquía. Durante mucho tiempo, en las capitales árabes se consideró a Irán como el imprevisible rogue state [Estado canalla], pero ahora es Israel quien asume ese papel. La normalización de las relaciones con el mundo árabe, especialmente con Arabia Saudita, su potencia dominante, se vuelve cada vez más lejana.

Israel y Qatar están separados por unos 1.700 kilómetros. Desde la Guerra de los Doce Días con Irán y el bombardeo masivo de Teherán, en junio pasado, ha quedado claro que esa distancia ya no representa un obstáculo para la Fuerza Aérea israelí. Geográficamente, el emirato del Golfo ha estado durante mucho tiempo en la mira de Tel Aviv. Más significativo aún es que Qatar sea el primer «aliado principal extra-OTAN» de Estados Unidos en convertirse en blanco de ataques. El emirato no solo es un estrecho aliado de Washington, sino que también alberga la mayor base militar estadounidense de toda la región, con más de 10.000 soldados desplegados. Qatar se convierte así en un nuevo e inusual integrante de la creciente lista no oficial de países «bombardeables», que hasta ahora incluía únicamente Estados fallidos u hostiles. Qatar representa una línea roja: el mensaje a Riad, Ankara y El Cairo es que, llegado el caso, ni siquiera ellos son intocables. La soberanía y la inviolabilidad de las fronteras cuentan cada vez menos en Oriente Medio. Así, Israel parece haber aprendido de su archienemigo Irán.

La temeridad del ataque contrasta marcadamente con su falta de éxito. Según declaraciones qataríes, la ofensiva no alcanzó a la dirigencia de Hamás en el exilio, sino solo a algunos subalternos. Pero incluso un ataque fallido constituye un golpe al propio proceso de negociación y es una señal más de que el gobierno de Benjamin Netanyahu es indiferente al destino de los rehenes israelíes.

Es evidente que no hay ninguna intención de declarar un alto el fuego. El ataque de Doha coincide, además, con la ofensiva internacionalmente condenada contra la ciudad de Gaza, en la que más de un millón de heridos de guerra y refugiados deben ser nuevamente desplazados. La escalada internacional probablemente sirva para distraer la atención de los crímenes de guerra que se están cometiendo allí. Contrariamente a lo que sugiere la propaganda israelí, Qatar no es aliado de Hamás, sino que alberga a sus líderes en el exilio por expreso pedido de Estados Unidos. Y esto se hace precisamente para mantener abiertos los canales de comunicación que ahora están siendo destrozados por una andanada de misiles.

¿Para qué seguir negociando cuando el verdadero objetivo en Gaza ha sido desde hace tiempo impedir cualquier orden posbélico? Desde el punto de vista militar, la nueva escalada de combates carece de sentido: Hamás ya no existe como fuerza militar cohesionada y no representa una amenaza existencial para Israel. Entre las ruinas posapocalípticas de Gaza, no es más que una fuerza guerrillera fragmentada. Que el gobierno israelí no quiera poner fin políticamente a la guerra se debe a que sus objetivos van mucho más allá de la destrucción de Hamás. No habrá un «día después» en Gaza, aunque diversos actores palestinos y regionales llevan tiempo esperándolo. En cambio, el plan que se está siguiendo es el de Donald Trump: la expulsión masiva de la población palestina. Solo esto puede explicar la destrucción sistemática de todos los recursos humanos y naturales, muy por encima de cualquier necesidad militar. En la neolengua orwelliana de Israel, esto se llama «salida voluntaria» a Somalilandia, Libia o Sudán del Sur.

El ataque aéreo contra Qatar ha servido de advertencia a los Estados árabes moderados de que ellos también están en la mira del poderío militar israelí. Ningún escudo protector de Estados Unidos puede ayudarlos, ya que existe una jerarquía clara entre los aliados de Washington. El emirato invirtió hasta 1.000 millones de dólares para obsequiar al presidente Trump un avión lujosamente remodelado. Esta ha sido, claramente, una inversión desastrosa. El orden que se ha cristalizado en la región desde el 7 de octubre de 2023 es el de la supremacía israelí, prácticamente sin restricciones militares. Pero aunque el Estado judío sea sin duda dominante, no es un hegemón. Una potencia hegemónica ofrecería a la región una visión, al menos parcialmente positiva, que los Estados satélite seguirían también por interés propio. Por el contrario, Israel no tiene nada que ofrecer a sus vecinos más allá de bombas, colapso estatal y subordinación.

La supremacía de Israel se asienta sobre un terreno inestable. Una guerra prolongada en todos los frentes corre el riesgo de sobrecargar a un Estado de apenas 10 millones de habitantes, con su ejército de reserva, tanto en el plano militar como en lo económico. Esto solo puede sostenerse con un apoyo masivo de Occidente y, en particular, de Estados Unidos. Netanyahu se ha aferrado a Washington como ningún otro primer ministro antes que él. Cada uno de sus temerarios ataques calcula implícitamente que Washington apoyará a su principal aliado, pase lo que pase. Como ya ocurría bajo el gobierno de Joe Biden, lo mismo sucede ahora: la política estadounidense hacia Oriente Medio se define en Tel Aviv. Dicho en pocas palabras, la cola mueve al perro. Como en el caso de Irán, un ataque militar israelí vuelve a frustrar un proceso de negociación encabezado por Estados Unidos.

Mientras tanto, la resistencia crece dentro de Estados Unidos. Nadie en la región cree la versión oficial de que Washington fue informado del ataque cuando los bombarderos israelíes ya estaban en el aire. En el Golfo, el ataque a Qatar representa una pérdida de confianza en Estados Unidos. Al igual que en 2019, con los ataques iraníes a las instalaciones petroleras sauditas, la potencia hegemónica mundial vuelve a demostrar que no puede proteger a sus aliados. Pero esta vez no se trata de disuadir a un enemigo, sino de una pérdida de control sobre su propio socio.

Si no en el propio centro del poder en Washington, al menos en su entorno inmediato, muchos comienzan a preguntarse si Israel sigue siendo una carta geoestratégica ganadora. ¿No se ha convertido más bien, desde hace tiempo, en un lastre, que mantiene a Estados Unidos empantanado en Oriente Medio cuando preferiría proyectarse hacia Asia, a la vez que aleja a sus aliados y pone en su contra a la opinión pública mundial? Estas dudas se extienden mucho más allá del ala izquierda del Partido Demócrata. En el mismo corazón del movimiento MAGA [Make America Great Again], el jefe ideológico Steve Bannon ha atacado a Netanyahu y lo ha acusado de convertir a Israel en un «Pakistán judío». Como en el caso de Irán, un Trump que proyecta debilidad empieza a ser presionado por su propia gente. El consenso –antes bipartidista– en torno del apoyo incondicional a Israel comienza a resquebrajarse.

Para los Estados del Golfo y su búsqueda de seguridad y estabilidad, el ataque a un barrio residencial en el centro de Doha es un presagio sombrío. Deja dos cosas claras: primero, la guerra israelí ya no puede limitarse a Gaza y al Levante. Inevitablemente se extenderá hacia los Estados del Golfo, socavando su soberanía y sacudiendo los cimientos de su estatalidad basada en el orden y la tranquilidad. Se encuentran expuestos e indefensos. Segundo, Israel finalmente ha rechazado la mano tendida durante tanto tiempo para un compromiso de paz. Fue bombardeado el mismísimo lugar de las negociaciones. Difícilmente se podría enterrar la diplomacia de manera más simbólica.

A pesar del enorme rechazo social provocado por las terribles imágenes de Gaza, los árabes estuvieron dispuestos a una paz regional integral hasta el final. Riad y compañía renovaron en varias ocasiones la Iniciativa de Paz Árabe de 2002, que promete a Israel la normalización completa de las relaciones a cambio de una solución de dos Estados. Pero en lugar de la paz, Tel Aviv apuesta a la hegemonía total y la libertad de acción militar entre el Mediterráneo y el Golfo Pérsico. En lugar de una mano tendida, el Estado de Israel, en su estrechez de miras, solo ve nuevos enemigos por todas partes.

Esto coloca a los gobernantes moderados del mundo árabe en una posición incómoda. Hasta ahora, se han limitado a expresar su indignación sin oponerse realmente a los crímenes de guerra de Israel ni a sus violaciones del derecho internacional. Los palestinos sufren no solo bajo el manto de la doble moral occidental, sino también a la sombra de la inercia árabe. Pero ahora que ellos mismos están en la mira, la pasividad se convierte cada vez más en una opción insostenible. Si desean la paz y un orden regional diseñado por ellos mismos, ya no pueden seguir siendo meros espectadores. Pronto se verá si los Estados árabes retoman un papel más activo o si permiten que su humillación continúe. 

Fuente:

https://nuso.org/articulo/israel-ataque-doha-qatar-hamas-negociacion-paz-trump-estados-unidos/