Panamá: el largo camino del malestar a la protesta

13.08.2025

Panamá enfrenta su mayor ola de protestas en décadas. Desde marzo, estudiantes, sindicatos, pueblos originarios y ambientalistas se movilizan contra reformas previsionales, proyectos extractivos y acuerdos internacionales que, según denuncian, comprometen la soberanía. El malestar tiene como principal destinatario al gobierno de José Raúl Mulino. 

Por Anastacio Rodríguez Zúñiga

Desde inicios de 2025, Panamá ha vivido una de las mayores olas de movilización social desde la invasión estadounidense de 1989. Las calles se llenaron de estudiantes, docentes, trabajadores, pueblos originarios y organizaciones ambientalistas. Las consignas eran múltiples, pero el malestar era común: la sensación de que el país había sido capturado por una elite política y económica que gestiona sus privilegios sin rendir cuentas, en un contexto marcado por la desigualdad persistente, la regresión de derechos sociales y la falta de mecanismos reales de participación ciudadana. Las protestas se dirigían, fundamentalmente, contra la administración de José Raúl Mulino, el presidente del país que accedió al poder luego de que Ricardo Martinelli, ex-presidente y empresario, fuera inhabilitado a presentarse en las elecciones debido a una condena por lavado de dinero. Desde que comenzó su mandato, Mulino llevó adelante una serie de reformas profundas que se han dirigido contra los derechos sociales y económicos de la ciudadanía.

El detonante inmediato de las protestas fue la aprobación de la ley 462, que reformó el sistema de seguridad social. Pero las protestas no se limitaron a eso. A la inconformidad previsional se sumaron el rechazo a proyectos extractivos, la defensa del agua, la crítica a nuevos acuerdos con Estados Unidos en materia de seguridad y la creciente tensión entre los sectores populares y un modelo económico que muestra signos de agotamiento. Panamá, el país de los rascacielos, también es hoy el país de los bloqueos carreteros, las huelgas prolongadas y las resistencias sociales.

La historia económica de Panamá no puede entenderse sin conocer su geografía. Como punto de conexión entre dos océanos y entre América del Norte y América del Sur, el país ha basado su modelo de desarrollo en el tránsito: de mercancías, de servicios financieros, de inversiones. Este modelo transitista ha permitido tasas de crecimiento elevadas, pero también ha profundizado desigualdades.

A lo largo de las últimas décadas, la economía panameña se ha sostenido sobre tres pilares: el canal, la banca y la construcción. Mientras el PIB crecía y grandes torres se alzaban en la ciudad de Panamá, las comarcas indígenas, las zonas rurales y los barrios periféricos continuaban marginados. El país construye más rápido un rascacielos que una escuela. Esta paradoja es el telón de fondo del malestar social: una economía que crece, pero no redistribuye; un Estado que invierte en infraestructura, pero posterga lo social. A esto se suma una estructura tributaria regresiva, una baja inversión pública en salud y educación, y una dependencia de la inversión extranjera directa. Panamá ha sido calificado por organismos como el Banco Mundial como un país de ingreso medio-alto, pero esta clasificación oculta las brechas estructurales que afectan a buena parte de su población. La desigualdad no es solo de ingresos: es territorial, étnica y generacional.

Uno de los temas más sensibles que alimentan el descontento popular es la gestión del agua y la presión que ejercen los proyectos extractivos sobre los recursos naturales. El proyecto de construcción de un «reservorio multipropósito» en la cuenca del río Indio, impulsado por la Autoridad del Canal de Panamá, busca asegurar el suministro hídrico para las operaciones del canal. Sin embargo, comunidades campesinas y rurales denuncian que el proyecto implica su desplazamiento forzado y la alteración irreparable del entorno ecológico. La oposición ha crecido en intensidad, con movilizaciones que reclaman un modelo de desarrollo que respete el territorio y los derechos de quienes lo habitan.

En paralelo, la minería metálica ha vuelto al centro del debate. A pesar de que la Corte Suprema de Justicia anuló en 2023 el contrato con la empresa Cobre Panamá por inconstitucional, el gobierno derechista de José Raúl Mulino ha manifestado su intención de reactivar las operaciones extractivas. Esta decisión, percibida como una forma de desconocer tanto el fallo judicial como el rechazo social, ha reactivado las protestas. Organizaciones ambientalistas, comunidades indígenas y sectores académicos advierten acerca de los impactos de largo plazo que la minería tiene sobre el ambiente, el agua y la salud pública.

Uno de los focos de conflictividad más recientes ha sido la reforma al sistema de seguridad social. La promulgación de la ley 462, Ley Orgánica de la Caja de Seguro Social (CSS), en marzo de 2025, alteró de manera profunda el esquema de pensiones y las condiciones para la jubilación. Esta medida desató una creciente ola de protestas lideradas por sindicatos, gremios docentes, estudiantes y comunidades indígenas, que denuncian no solo que estos cambios desmantelan principios esenciales de solidaridad y justicia social en el sistema previsional, sino también la falta de un proceso democrático de consulta previo a su aprobación.

Las manifestaciones fueron reprimidas tanto en zonas urbanas como rurales, y en varios casos, cientos de dirigentes sociales, sindicales, mujeres de los pueblos originarios y activistas fueron detenidos por las fuerzas de seguridad en operativos en la provincia de Bocas del Toro, donde incluso se llegó a imponer un estado de excepción. La tensión entre un modelo solidario y las propuestas de cuentas individuales continúa siendo uno de los debates más polarizadores en el país.

Este proceso se inscribe en una estrategia más amplia que diversos sectores sociales han denominado «fatiga social planificada». Inspirado en la «doctrina del shock» descrita por Naomi Klein, este concepto alude al uso deliberado de crisis acumuladas o inducidas como oportunidades para avanzar con reformas regresivas sin resistencia organizada. A través del miedo, la inseguridad y la desinformación, se busca provocar desorientación y pasividad social para facilitar el avance de agendas neoliberales. La «fatiga social planificada» estaría respaldada por factores como la inestabilidad política, la persecución sindical, la crisis del agua, el endeudamiento público, la migración irregular y la manipulación mediática.

Otra fuente de conflicto ha sido el proyecto de interconexión eléctrica entre Panamá y Colombia. Promovido como parte de la integración energética regional, el proyecto implica la construcción de infraestructura eléctrica en territorios habitados por comunidades indígenas, en particular en la región del Darién. Autoridades tradicionales y organizaciones comarcales denuncian que no han sido consultadas adecuadamente y que la iniciativa pone en riesgo la autonomía de los pueblos originarios, ya que podría conllevar el desplazamiento forzado, la fragmentación territorial y la vulneración de formas de vida ancestrales.

Estos conflictos ilustran un patrón recurrente: grandes decisiones estratégicas tomadas desde el centro político y económico del país, sin considerar los derechos colectivos ni los mecanismos de consulta previa, libre e informada. La creciente movilización indígena en defensa del territorio refleja no solo una lucha por derechos específicos, sino también una demanda por un modelo de desarrollo más inclusivo y democrático.

En paralelo a los conflictos internos, Panamá es también escenario de una disputa geopolítica creciente. La firma en 2025 de un Memorando de Entendimiento en materia de seguridad entre el gobierno de Mulino y Estados Unidos ha generado una ola de críticas por parte de organizaciones sociales, académicos y sectores políticos. Aunque el documento ha sido presentado como un acuerdo de cooperación técnica, sus implicancias son más amplias. Para muchos, implica la posibilidad de una presencia militar extranjera encubierta, que contradice el espíritu de los Tratados Torrijos-Carter y vulnera la soberanía panameña.

La tensión se agrava por la presencia creciente de China en el país. En la última década, Beijing ha incrementado su influencia mediante inversiones en infraestructura, puertos, zonas francas, convenios educativos y apoyo tecnológico, todo ello enmarcado en la Iniciativa de la Franja y la Ruta. El país se ha convertido en un espacio clave en la pugna entre potencias, sin que la población panameña haya sido consultada sobre el rumbo geoestratégico que debe tomar el país. Esta disputa externalizada no es solo diplomática o comercial: tiene efectos directos sobre las decisiones nacionales.

La crisis social y política que vive Panamá en 2025 no puede comprenderse sin analizar el funcionamiento de su sistema político. Si bien el país ha sostenido formalmente una democracia electoral desde la invasión estadounidense, múltiples indicadores dan cuenta de una creciente desconexión entre ciudadanía e instituciones. La baja participación, la concentración del poder en el Ejecutivo, la opacidad en la toma de decisiones y la debilidad del sistema de partidos han erosionado la legitimidad del régimen político. La elección de Mulino como presidente, tras la inhabilitación de Martinelli, representó una continuidad del modelo neoliberal con una retórica de orden y eficiencia. Sin embargo, su agenda ha estado marcada por decisiones impopulares, reformas inconsultas y acercamientos estratégicos con potencias extranjeras. Todo ello ha contribuido a un escenario donde la democracia parece más una forma institucional que un proceso vivo de deliberación y representación.

Panamá enfrenta hoy una encrucijada histórica. La tensión entre transitismo económico, presión geopolítica y demandas sociales internas se ha vuelto insostenible. Las protestas de 2025 no son un episodio aislado, sino la expresión acumulada de un modelo que ha priorizado el crecimiento macroeconómico por sobre la equidad, la justicia ambiental y la soberanía democrática.

Frente a este escenario, la pregunta de fondo no es solo cómo se gestionan las crisis, sino qué proyecto de país se quiere construir. ¿Un enclave logístico al servicio del capital global o una nación que garantice derechos a su población? ¿Un canal vigilado por potencias externas o un territorio gobernado desde la soberanía popular? ¿Una democracia de fachada o una democracia participativa?

Las respuestas no están cerradas. Lo que sí parece claro es que amplios sectores de la sociedad panameña ya no están dispuestos a aceptar pasivamente un rumbo definido desde arriba. Las calles han vuelto a ser un espacio de disputa legítima. Y aunque el desenlace sigue abierto, lo que se juega no es menor: el sentido mismo de la democracia, la justicia y la dignidad en el país.

Fuente:

https://nuso.org/articulo/panama-protestas-mulino-pensiones-ambiente/