ARGENTINA: ¿UNA ESTRELLA MÁS EN LA CONSTELACIÓN DE INTERESES DE EE.UU.?

Lo que hoy se intenta presentar como un horizonte de prosperidad envuelto en la retórica triunfalista de la "oportunidad histórica" y la "integración estratégica" no es más que la reedición sofisticada de un viejo patrón de subordinación que Washington ha desplegado con precisión durante décadas en América Latina.

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Por Juan A. Frey
La envoltura discursiva, cuidadosamente diseñada para sonar moderna, progresista y mutuamente beneficiosa, solo disimula un acuerdo profundamente asimétrico cuyo objetivo central es consolidar los intereses geopolíticos, económicos y corporativos de Estados Unidos, mientras Argentina entrega una porción decisiva de su soberanía económica.
La asimetría no es accidental; es estructural. Este acuerdo nace condicionado desde su propia gestación. No fue Argentina quien eligió el terreno, las reglas, ni el compás de la negociación. Cada paso estuvo determinado por un cuadro económico de vulnerabilidad interna, que funcionó como terreno fértil para que la potencia del norte avanzara con su agenda. Mientras el país enfrentaba urgencias fiscales, endeudamiento crónico y presiones cambiarias, Washington identificó una ventana estratégica para imponer sus prioridades; acceso preferencial a recursos críticos, control sobre sectores con alto valor geopolítico y un rol determinante en la orientación de las políticas nacionales.
Bajo el ropaje amable de la cooperación, lo que realmente se establece es un mecanismo de apropiación indirecta. Estados Unidos busca asegurar un suministro estable y barato de litio pieza clave para la transición energética global, gas indispensable para su seguridad energética ampliada, y alimentos cuya importancia geopolítica se ha multiplicado en escenarios de crisis globales. La presencia estadounidense no se limita a comprar; apunta a ordenar la estructura productiva, fijar condiciones regulatorias y garantizar que la cadena de valor continúe concentrada en su territorio, dejando a Argentina confinada a las etapas menos rentables del proceso.
A cambio, Argentina recibe promesas genéricas de inversión, líneas de crédito subordinadas a reformas estructurales y la ilusión de una estabilidad que siempre parece inminente, pero jamás madura. La contrapartida es brutal, más dependencia, más vulnerabilidad externa, más renuncias industriales y tecnológicas. No hay evidencia de que esta vez sea distinto, por el contrario, los términos refuerzan el esquema conocido; la reprimarización como destino, la desindustrialización como consecuencia, la dependencia externa como horizonte.
Pero el problema no es únicamente económico. Es, ante todo, geopolítico. En un mundo marcado por la creciente confrontación entre Estados Unidos y China, América Latina vuelve a convertirse en un terreno de disputa. Washington, temeroso de perder influencia en su tradicional "zona de seguridad", ha redoblado esfuerzos para contener cualquier intento de diversificación de alianzas. La estrategia oscila entre la seducción diplomática, la presión financiera y la reconfiguración de marcos regulatorios para limitar la presencia de rivales estratégicos. En este escenario, Argentina en lugar de fortalecer su autonomía parece aceptar ser un engranaje funcional dentro de un tablero geopolítico que no controla.
La palabra "integración" se presenta como un ideal, pero opera como una herramienta. Lo que se propone no es integración entre iguales, sino subordinación administrativa, tecnológica y normativa. Desde qué tipo de infraestructura se construirá hasta qué empresas podrán participar en sectores clave, desde qué estándares tecnológicos se adoptarán hasta qué industrias serán "viables" dentro de la nueva matriz productiva, cada decisión queda atravesada por la sombra estadounidense. La autonomía se diluye no solo por obligación explícita, sino por la imposición de un marco de pensamiento; aquello que es funcional a Washington se convierte en "modernización", lo que se aparta de esa línea se condena como obsoleto o riesgoso.
La experiencia histórica latinoamericana es elocuente. Cada ciclo de apertura, cada ola de reformas estructurales impulsadas desde organismos internacionales o desde centros de poder extranacionales, ha conducido a una mayor concentración de riqueza, debilitamiento del Estado, fuga de capitales, deterioro del aparato industrial y pérdida de control sobre los recursos estratégicos. La historia es tozuda, ningún país ha alcanzado el desarrollo cediendo a potencias externas el control de sus decisiones fundamentales. Sin embargo, el discurso oficial insiste en vender este acuerdo como una puerta abierta hacia un futuro que, hasta ahora, solo parece beneficiar al socio dominante.
A medida que se profundiza este tipo de acuerdos, Argentina se desliza hacia un rol subalterno dentro del esquema internacional; proveedor de minerales sin industrializar, exportador de energía barata sin renta estratégica, territorio abierto a inversiones extranjeras que prometen desarrollo, pero capturan valor. La reproducción del extractivismo dependiente se presenta como un paso hacia el progreso, cuando en realidad consolida un modelo que impide la diversificación productiva, desincentiva la innovación tecnológica y perpetúa la vulnerabilidad macroeconómica.
El verdadero riesgo del acuerdo es que, bajo la apariencia de modernización, consolida una arquitectura de dependencia más sofisticada y difícil de revertir. Un país que no controla sus recursos, su industria ni su tecnología, renuncia, en la práctica, a controlar su futuro. Argentina no necesita convertirse en una pieza más del engranaje estratégico de Estados Unidos. Necesita reconstruir un proyecto propio, capaz de resistir presiones externas y de afirmar su soberanía en un mundo cada vez más competitivo. Ninguna potencia le regalará el desarrollo, ningún acuerdo diseñado por otros garantizará la prosperidad.
Como advirtió Galeano hace décadas:
"La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder."
El problema no es desconocer esa frase. El problema es seguir aceptándola.

