DE MANDRILES Y KUKAS

19.09.2025

Entre la paranoia y el desgobierno

La escena política argentina parece haber ingresado en una nueva etapa de delirio institucional, donde el lenguaje se degrada, la política se infantiliza y la democracia se convierte, a ojos del oficialismo, en un estorbo para sus aspiraciones de poder absoluto.


Por Juan A Frey

Tras el aplastante revés electoral en la provincia de Buenos Aires territorio clave no solo por su peso electoral sino por su impacto simbólico, el gobierno nacional ha optado por radicalizar su discurso y victimizarse en lugar de revisar las causas más profundas de su creciente aislamiento político y social.

El Ministro de Economía, Dante Caputo, ha afirmado que la disparada del dólar, la caída estrepitosa de las acciones argentinas y el aumento del riesgo país, son síntomas de un supuesto "clima destituyente". Con esta expresión, que evoca épocas oscuras y complejas de nuestra historia, intenta desviar la atención de un hecho evidente; los mercados, lejos de conspirar, reaccionan a políticas erráticas, discursos amenazantes y una preocupante falta de horizonte económico.

Lo que Caputo describe como "destituyente" no es más que la reacción de una sociedad y de sus representantes ante el ajuste brutal, el autoritarismo discursivo y la precariedad institucional. El relato épico de la lucha contra el déficit cero planteado como un dogma y no como política está chocando de frente con la realidad cotidiana de millones de argentinos que ya no llegan a fin de mes; que ven sus universidades sin presupuesto, sus hospitales sin insumos y sus derechos vulnerados por un modelo económico que desprecia lo público y glorifica lo privado sin fundamentos.

En este marco, el vocero presidencial Manuel Adorni dejó en claro que la actitud del gobierno no es conciliadora ni autocrítica, sino profundamente beligerante. Su frase "es un horror lo que han votado ayer", en referencia al financiamiento universitario aprobado en Diputados y ratificado por el Senado, constituye un menosprecio flagrante al Congreso, pero también a la voluntad popular que esos legisladores representan.

Y por si eso no fuera suficiente, el mismo vocero lanzó una advertencia que bordea la amenaza extorsiva: "Si el Congreso no respeta los vetos presidenciales, el gobierno suspenderá los subsidios al transporte durante los próximos 18 meses". El mensaje es claro, o acatan las órdenes del Ejecutivo, o el castigo lo pagarán millones de trabajadores, estudiantes y ciudadanos que usan el transporte público. El federalismo, reducido a rehén de una lógica de premios y castigos.

Pero esta amenaza no es un hecho aislado. Es parte de una estrategia sistemática de erosión institucional. La asignación discrecional de los Aportes del Tesoro Nacional (A.T.N.), recursos pensados para situaciones de emergencia o desequilibrios financieros imprevistos, se ha convertido en una herramienta de disciplinamiento político. Las provincias que acompañan reciben. Las que cuestionan, se ajustan. El mismo patrón se repite en el vaciamiento progresivo de la Ley 23.548 de Coparticipación Federal de Impuestos, una norma central del federalismo argentino que garantiza el reparto equitativo de los recursos. Hoy, esa ley es vulnerada por un esquema que recentraliza poder económico en la Nación y margina a las jurisdicciones disidentes.

Detrás de la pose del gobierno se esconde una lógica peligrosa; la idea de que gobernar es imponer, no persuadir, que disentir es traicionar, no construir, que el poder se defiende atacando, no gestionando. Esta actitud no es nueva, pero se ha intensificado. El lenguaje se ha tornado agresivo, divisivo e infantilizante; "mandriles" para los votantes ajenos, "kukas" para la oposición política, "llorones" para quienes reclaman recursos o condiciones dignas. El problema es que cuando el poder pierde el respeto por las palabras, también pierde el respeto por las personas.

En lugar de enfrentar la crisis económica con seriedad, el oficialismo prefiere convertir cada tropiezo en una batalla cultural. Así, el deterioro de las variables macroeconómicas no es consecuencia de sus políticas, sino de una conspiración. La falta de apoyo legislativo no es el resultado de una mala estrategia política, sino una traición de "la casta". El malestar social no es legítimo, sino producto de la manipulación de "los de siempre".

Este discurso de trincheras no solo impide el diálogo político, sino que instala un clima de intolerancia que socava las bases mismas de la convivencia democrática. La democracia no se construye con mayorías automáticas, sino con acuerdos, con consensos, con respeto por las diferencias. El Congreso no está para aplaudir al Ejecutivo, sino para controlarlo, debatirlo y, cuando sea necesario, ponerle límites.

Lo que el gobierno llama "clima destituyente" es, en verdad, la expresión de un sistema institucional que aún funciona, a pesar de los ataques que recibe desde la propia Casa Rosada. Es la ciudadanía votando, el Congreso deliberando, las universidades defendiendo su existencia, las provincias reclamando lo que les corresponde, los medios criticando. Es, en definitiva, la democracia funcionando a pesar del mal gobierno. Porque ni mandriles ni kukas, lo que este país necesita es seriedad. Un liderazgo que entienda que gobernar no es insultar, sino escuchar.

Que administrar no es ajustar por deporte, sino invertir con criterio. Que representar no es adoctrinar, sino construir con otros.

Si el oficialismo no está dispuesto a abandonar la lógica del enemigo interno, corre el riesgo de convertirse, no en la víctima de un complot, sino en el principal responsable de su propia caída. La Argentina no puede seguir siendo rehén de un gobierno que confunde gobernabilidad con obediencia ciega.

Ya no hay margen para más excusas, la crisis no es destituyente. Y es hora de que el Poder Ejecutivo lo entienda.