GOBERNADORES TIMORATOS

La prolongada disputa por la coparticipación federal ha dejado de ser una mera controversia técnica para convertirse en un símbolo del deterioro institucional argentino.
Por Juan A. Frey
Lo que alguna vez fue un mecanismo de solidaridad entre provincias y Nación hoy aparece como un rehén de los intereses políticos que se juegan en la Casa Rosada. Frente a este escenario, una palabra comienza a resonar con fuerza: timoratos. Muchos gobernadores, atrapados entre la presión social y el temor a confrontar abiertamente al Ejecutivo, adoptan una actitud tibia y conciliadora, aunque los hechos exigen decisiones firmes.
Las cifras son contundentes. Según el (*) CEPA, en mayo de 2025 las transferencias automáticas del Estado nacional a las provincias cayeron un 26,2% respecto al mismo mes del año anterior. Este desplome golpea de lleno a los sistemas de salud, educación y transporte público. Provincias como Santiago del Estero, Formosa y Catamarca, altamente dependientes de la coparticipación, ven cómo sus presupuestos se achican mientras el Ejecutivo central reafirma su política de ajuste.
Además, los municipios enfrentan una situación crítica. Con presupuestos aún más frágiles que los provinciales, dependen en gran medida de los fondos provenientes de Nación y Provincia para sostener servicios esenciales como la recolección de residuos, el mantenimiento del alumbrado público, la seguridad comunitaria, los centros de salud barriales y la asistencia social directa. La falta de previsibilidad financiera impide la planificación de obras locales y compromete el pago de salarios. En muchos distritos, el deterioro económico se traduce en la paralización de programas de desarrollo urbano, suspensión de actividades culturales y deportivas, y una creciente tensión entre intendentes y gobiernos provinciales por recursos cada vez más escasos. Frente a esta asfixia presupuestaria, los municipios reclaman un esquema más equitativo de reparto y acceso directo a fondos, así como mecanismos ágiles de emergencia ante situaciones excepcionales. Sin una respuesta concreta del poder central, el federalismo municipal se convierte en una aspiración truncada.
El gobierno nacional justifica su accionar bajo el principio del "déficit cero", que se ha convertido en una consigna excluyente. Sin embargo, el rigor con que se aplica este criterio implica el incumplimiento sistemático de leyes de financiamiento público. Proyectos aprobados por el Congreso son ignorados, fondos discrecionales son retenidos y la inversión en obra pública está prácticamente paralizada. Aun así, buena parte de los mandatarios provinciales optan por esperar, negociar o simplemente callar.
La figura del gobernador timorato se consolida en este drama político. Pese a los atropellos institucionales, muchos evitan confrontar por temor a represalias, a perder apoyos financieros o a exponerse a una furia mediática promovida desde el gobierno. Este comportamiento deja a las provincias y por arrastre a los municipios en una situación de vulnerabilidad extrema y perpetúa un sistema de subordinación que erosiona el pacto federal y social. En palabras de un dirigente opositor:
Es inadmisible que se arrodillen frente a quien les niega los recursos que les corresponden por ley.
Aunque desde distintos sectores se menciona la posibilidad de iniciar un juicio político por "incapacidad manifiesta", la falta de cohesión entre los gobernadores y el temor a las consecuencias políticas mantiene esta opción en estado latente. Las condiciones para activar el mecanismo existen, pero el coraje político aún parece escaso.
Lo que está en juego no es solo dinero, sino el propio modelo federal argentino. La pasividad de muchos mandatarios provinciales contrasta con una ciudadanía que reclama acción. Gobernadores como Gustavo Sáenz (Salta) y Martín Llaryora (Córdoba) han sido criticados por su ambigüedad frente a la crisis. Es momento de definir si serán meros administradores cautelosos o líderes dispuestos a defender la autonomía provincial y municipal frente al avance de un poder central sin contrapesos.
La Argentina no puede ser gobernada bajo el miedo. No puede depender de la discrecionalidad de un poder central sin control, ni de jueces que miran para otro lado. El país necesita dirigentes que no bajen la cabeza, que comprendan que el federalismo no es una tradición sino una obligación. Y necesita que la Corte Suprema cumpla su rol como garante del equilibrio institucional, sin importar a quién incomode.

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