UN CESE AL FUEGO VACÍO ENTRE EL HAMBRE Y LA IMPUNIDAD

A estas alturas del conflicto, cuando la palabra "alto al fuego" ya no transmite esperanza sino escepticismo, resulta inevitable preguntarse; ¿qué clase de paz puede construirse entre ruinas, con fronteras cerradas y con niños muriéndose de hambre?
Por Juan A. Frey
El reciente cese al fuego entre Israel y Hamas ha demostrado ser, más que una pausa humanitaria, un débil gesto político que no resiste el mínimo análisis ético ni estratégico. Esta tregua, frágil desde su concepción, se desploma ahora bajo el peso de incumplimientos, bloqueos y un cinismo institucional alarmante.
Este domingo 19/10 por la mañana, nuevos ataques aéreos israelíes alcanzaron la Franja de Gaza, apenas horas después de haber entrado en vigor el último alto el fuego mediado indirectamente por Egipto, Qatar y Estados Unidos. Como respuesta o represalia el gobierno de Israel volvió a cerrar totalmente el ingreso de ayuda humanitaria y médica, alegando que Hamas fue el primero en romper el acuerdo. Más grave aún, Israel se niega a reabrir el paso de Rafah, frontera clave controlada conjuntamente con Egipto, dejando atrapados a miles de heridos y bloqueando alimentos vitales.
En agosto pasado, la Clasificación Integrada de Seguridad Alimentaria en Fases (IPC), respaldada por Naciones Unidas, declaró hambruna en Gaza. Sin embargo, hoy sigue sin garantizarse un acceso sostenido de ayuda. En la práctica, el cerco sobre Gaza continúa intacto, reforzando el uso de la ayuda humanitaria como herramienta de presión política y castigo colectivo.
La parálisis del acuerdo de paz no puede entenderse sin considerar la arquitectura geopolítica que sostiene este conflicto. En el centro, Israel busca consolidar su control sobre Gaza sin asumir su administración directa, mientras fragmenta diplomáticamente a los actores palestinos (dividiendo a Hamas y a la Autoridad Palestina).
Desde la otra orilla, Hamas organización considerada terrorista por EE.UU., la UE e Israel, aunque también reconocida por otros países como parte de la resistencia palestina ve cada tregua como una vía para recuperar poder territorial y legitimidad política. Pero en el fondo, ambas partes actúan sabiendo que no hay incentivos reales para una solución duradera, al menos mientras las potencias que los rodean se limiten a gestionar el conflicto en vez de resolverlo.
El papel de Estados Unidos sigue siendo central, aunque cada vez más contradictorio. La administración actual continúa aprobando paquetes millonarios en armamento para Israel incluyendo municiones utilizadas en Gaza mientras lanza llamados públicos al "cese de hostilidades" y al "respeto del derecho internacional".
Washington, pese a su poder diplomático y su rol como garante del acuerdo, no ha condicionado la ayuda militar a Israel al cumplimiento de mínimos estándares humanitarios. Esto debilita cualquier capacidad de presión creíble sobre el gobierno de Netanyahu.
Egipto, que controla el paso fronterizo de Rafah, juega un papel ambiguo; por un lado, actúa como mediador crucial con Hamas y por el otro, coopera activamente con Israel en el cierre de Gaza por temor a un desborde del conflicto o al fortalecimiento de grupos islamistas. Qatar, que financia parte de la reconstrucción y sostiene el diálogo con Hamas, actúa como puente con Occidente, pero su capacidad de influencia está limitada.
En el plano regional, potencias como Irán y Turquía apoyan a Hamas indirectamente, ya sea a través de financiamiento o retórica política. Irán, sobre todo, aprovecha la situación para fortalecer su influencia frente al eje occidental, manteniendo a Israel ocupado en su frente sur, mientras fortalece alianzas en Líbano, Siria e Irak.
Aunque Naciones Unidas ha denunciado la situación en Gaza como una "catástrofe humanitaria sin precedentes", y ha declarado formalmente una hambruna en varias zonas del enclave, su capacidad de acción es mínima frente al veto político de las grandes potencias. La Unión Europea, por su parte, mantiene una postura dividida y débil, mientras algunos Estados miembros condenan abiertamente los ataques israelíes, otros priorizan la "neutralidad" o el alineamiento con Washington, temerosos de romper alianzas estratégicas.
Lo que estamos presenciando no es un proceso de paz: es un manejo técnico del colapso, sin horizonte político ni mecanismos efectivos de rendición de cuentas.
Mientras tanto, más de 2,3 millones de personas viven sitiadas en una franja de tierra de apenas 41 km de largo, con hospitales colapsados, niños malnutridos y una economía inexistente. A esto se suman los informes sobre crímenes de guerra, que aún esperan ser investigados por la Corte Penal Internacional.
El actual "cese al fuego" es solo un nombre diplomático para una realidad inaceptable, Gaza sigue siendo una cárcel sin salida, un campo de batalla donde los civiles son rehenes de decisiones políticas lejanas y ajenas a su voluntad.
Hablar de reconstrucción sin garantías políticas es repetir la historia reciente. Ya en 2014, tras otra ofensiva masiva, se prometieron fondos y compromisos que jamás se cumplieron. Hoy, sin un acuerdo que garantice: acceso humanitario sin condicionamientos, un corredor seguro para heridos y refugiados,
una solución política inclusiva (no solo basada en la eliminación de Hamas), y un sistema internacional de verificación de compromisos, el alto el fuego no será más que una pausa entre dos tragedias.
Llamar "cese al fuego" a este escenario es una burla. No hay paz sin justicia, ni tregua sin condiciones humanitarias básicas. Mientras Israel actúe con impunidad, Hamas con oportunismo, y la comunidad internacional con cobardía, Gaza seguirá siendo el símbolo más cruel de una geopolítica que prefiere administrar la barbarie antes que enfrentarla.
La pregunta ya no es si este acuerdo sobrevivirá. La pregunta es: ¿cuántas veces más deberá morir para que, al fin, el mundo decida actuar con dignidad?
