¿Qué fue la teología de la liberación y qué queda de ella?
¿Qué fue la teología de la liberación y qué queda de ella?
¿Qué fue la teología de la liberación y qué queda de ella?
La teología de la liberación revolucionó la forma en que la Iglesia católica latinoamericana entiende su misión. Surgida en un contexto de grandes cambios políticos, esta corriente propone una fe comprometida con la defensa de los pobres y la transformación de la realidad. Desde sus comienzos hasta su influencia en los documentos del papa Francisco, esta doctrina desafió estructuras tradicionales y generó debates apasionados.

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Por José Zanca
En el complejo y dinámico paisaje del pensamiento religioso latinoamericano del siglo xx, la teología de la liberación emergió como una corriente teológica singular y profundamente influyente. Nacida al calor de las transformaciones sociales, políticas y económicas del continente, y catalizada por los aires renovadores del Concilio Vaticano ii, propuso una relectura radical del mensaje cristiano desde la perspectiva de los oprimidos y marginados. Su irrupción no solo sacudió los cimientos de la teología tradicional, sino que también generó intensos debates y confrontaciones dentro de la Iglesia católica y más allá. Los orígenes, el auge y las posteriores vicisitudes de esta corriente teológica están marcados por su compromiso con la justicia social, su diálogo con las ciencias sociales y su conflictiva relación con las jerarquías eclesiásticas. Sin embargo, en su recorrido, la teología de la liberación también enfrentó desafíos internos y críticas que llevaron a su diversificación y reconfiguración en las últimas décadas.
Teología de la liberación: antecedentes y despliegue
La cultura católica es un producto paradójico de la modernidad y la secularización. Durante el siglo xix, los Estados nacionales fundaron una esfera laica, autónoma de la fe religiosa, e indirectamente crearon una esfera religiosa diferenciada. En las últimas décadas del siglo xix, los Estados en Europa y América comenzaron a controlar aspectos civiles como la educación, los cementerios y el registro de matrimonios y nacimientos, promoviendo una ciudadanía moderna. En algunos países, esto llevó a la separación entre Iglesia y Estado. Esta transformación del lugar de la religión en sociedades con observancia importante condujo a diversos resultados, como la guerra cristera en México, la laicización radical en Uruguay o separaciones más amigables entre Iglesia y Estado en Chile. En muchos casos la Iglesia católica aceptó un modus vivendi con el Estado moderno, manteniendo hasta la década de 1960 la aspiración de una sociedad integrada entre lo público y lo religioso, donde el poder político velara tanto por los cuerpos de los ciudadanos como por sus almas. Esto implicaba oponerse a la educación laica, al matrimonio civil, a la diversidad de cultos y a una esfera pública sin censura. Lo particular de la «era secular», según la definición de Charles Taylor, no radica en la desaparición de la religión, sino en que la creencia religiosa dejó de ser obligatoria. Esto implicaba que la Iglesia católica, para continuar ejerciendo su influencia, debía explorar otros medios, enfrentándose en la arena pública con sus adversarios (sectores liberales y de izquierda que promovían la profundización de la secularización) mediante las herramientas propias de la modernidad: la prensa, la edición de libros de acceso masivo, la radio e incluso el cine. En las primeras décadas del siglo xx, estos medios se convirtieron en figuras que podían defender a la Iglesia en un contexto claramente hostil.
Los intelectuales, una entidad surgida a fines del siglo xix que hablaba en nombre de la sociedad y cuestionaba la razón de Estado, tuvieron también su versión cristiana. Los intelectuales confesionales debían conciliar la obediencia a dos sistemas de valores no siempre compatibles: las autoridades religiosas, legítimas conductoras de la iglesia a la que servían, y sus propias ideas como autores, su independencia como intelectuales y su singularidad como sujetos. Esta tensión en la que se insertaron los intelectuales católicos persistió a lo largo del siglo xx. Escritores, publicistas, teólogos y novelistas fueron fundamentales para definir los contornos de la cultura católica; pero, al mismo tiempo, fueron vistos con recelo por las autoridades de los episcopados locales y de Roma, custodios de la «sana doctrina». En las décadas de 1930 y 1940, el catolicismo experimentó un reavivamiento en su organización y presencia pública. Surgieron organizaciones como Acción Católica en Europa y América Latina, que agruparon a jóvenes, trabajadores, campesinos y niños. Se publicaron revistas y diarios masivos, se lanzaron emisiones radiales y proyectos editoriales que consolidaron una cultura católica en la que circulaban y se discutían los documentos papales y la «doctrina social de la Iglesia». Aunque la meta era recuperar terreno en una sociedad secularizada, esto generó una opinión pública interna que pronto comenzó a cuestionar la autoridad eclesiástica, influenciada por debates políticos y eventos como la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, que también dividieron al campo católico.
Con la llegada de Juan xxiii al papado en 1958, comenzaron los cambios desde Roma. El «papa bueno» convocó un Concilio Ecuménico que reunió a representantes de todo el mundo. En la década de 1960 aún no existía un «catolicismo tercermundista» con una agenda propia, pero esto cambió durante y después del Concilio. Se formó el grupo «Jesús, la Iglesia y los pobres» para sensibilizar sobre la pobreza y promover un secretariado que abordara problemas mundiales, especialmente la pobreza y el Tercer Mundo, que atrajo a muchos obispos latinoamericanos liderados por Hélder Câmara y Manuel Larraín. El grupo influyó en debates y documentos finales mediante materiales, intervenciones en el aula conciliar y cartas a los papas Juan xxiii y Pablo vi, proponiendo acciones concretas contra la pobreza.
Los cambios que se estaban produciendo en la Iglesia católica eran una nueva forma de responder a las rápidas mutaciones en Occidente. Tanto en Europa como en América Latina, los procesos de industrialización acelerada habían creado grandes ciudades en las que el tradicional vínculo religioso parecía desvanecerse. La revolución tecnológica de la posguerra dio lugar a una época de optimismo sin límites. Desde el lanzamiento del satélite soviético Sputnik hasta la llegada de astronautas estadounidenses a la Luna, la ciencia y la tecnología parecían ofrecer soluciones neutrales y eficientes a los grandes problemas de la humanidad, como las enfermedades, el hambre y la superpoblación. Las vacunas, la producción masiva de alimentos y la píldora anticonceptiva formaban parte de una promesa en la que la influencia divina parecía irrelevante. Esto no significa que la población dejara de creer en Dios, pero sí que su fe se desarrollaba fuera del ámbito de las instituciones tradicionales.
Esta transformación en la cultura religiosa, generalmente englobada bajo el término «secularización», fue interpretada por muchos intelectuales cristianos como una llamada a revisar el mensaje de la Iglesia para poder llegar al hombre y la mujer modernos. Desde la década de 1930, una nueva corriente de humanismo cristiano empezó a tener eco en América Latina. Las obras de Jacques Maritain, Louis-Joseph Lebret y Emmanuel Mounier proyectaron una nueva utopía social: una sociedad políticamente laica pero fundada en los valores de la solidaridad cristiana. En los años 60 surgieron diversas «teologías radicales», es decir, reflexiones sobre el papel de Dios en la vida humana que abordaban preguntas profundas, criticando corrientes hegemónicas hasta ese momento, como el tomismo, y buscando un diálogo con importantes corrientes filosóficas del ámbito secular: el existencialismo y el marxismo. Surgió una nueva teología política, la teología de la muerte de Dios, la teología de la secularización, la teología de las realidades terrestres, teologías europeas que compartían un «giro antropocéntrico», centradas en la pregunta por el ser humano moderno y su posible relación con la divinidad.
Este cambio se había gestado en el catolicismo desde hacía tiempo. La Juventud Obrera Católica, fundada en Bélgica en 1924 por Joseph Cardijn, se caracterizó por un método novedoso para la acción social: «ver, juzgar, actuar». Este enfoque implicaba, ante la compleja realidad social de la Europa de posguerra, examinar las condiciones de vida antes de aplicar dogmas y analizar los pasos a seguir. Este pequeño cambio impactó profundamente en la cultura católica, pues en los años 60 este «ver» no solo significaba observar con la razón o la fe, sino emplear un instrumento novedoso de análisis: las ciencias sociales. Las universidades católicas incorporaron rápidamente la sociología y las ciencias políticas en sus programas académicos. En América Latina, los diseños de política pastoral recurrieron a encuestas de opinión como un nuevo instrumento de evangelización. Los fieles dejaron de ser sujetos pasivos, receptores de la liturgia, y sus opiniones pasaron a ser consideradas, al menos por los sectores progresistas de las iglesias católicas y evangélicas, cada vez más enfocadas en la problemática del ser humano moderno.
Cristalización, crisis y persecución
De manera superpuesta al Concilio Vaticano ii, la Revolución Cubana de 1959 marcó una nueva perspectiva para pensar tanto la cuestión política como la cuestión social latinoamericana. La «hora cubana» había llegado y los católicos también vivieron el impacto de la revolución en su forma de entender la teología. No había, en el subcontinente, una tradición teológica de nombre propio. El Concilio había abierto un tiempo de fuerte conflictividad interna en la Iglesia católica. Obispos conservadores se enfrentaron a sacerdotes y laicos que intentaban llevar adelante las reformas conciliares y profundizarlas, adaptándolas a la realidad latinoamericana. Pero también en el cuerpo episcopal, la crítica al orden social apareció de manera cada vez más cruda en los documentos elaborados por grupos más o menos informales y en las declaraciones de distintos obispos, cuyos nombres empezaron a circular por la prensa, asombrando a las elites políticas y económicas que los etiquetaron como «obispos rojos». Helder Câmara, Leónidas Proaño, Manuel Larraín, Alberto Devoto, Enrique Angelelli, Eduardo Pironio… la Iglesia latinoamericana se ponía en movimiento.
En marzo de 1967, el papa Pablo vi publicó la encíclica Populorum progressio. Su impacto en América Latina fue trascendente, dado que fue leída como un decálogo de denuncias sobre la situación de pobreza e injusticia a la que se sometía a los países del Tercer Mundo. Si bien la solución que proponía el documento era la paz y el desarrollo, el tono de denuncia de las injusticias sociales y un pasaje que hablaba de la legitimidad del uso de la fuerza en «caso de tiranía evidente y prolongada» servirían para legitimar la acción de los cristianos revolucionarios. Un año antes, en 1966, había muerto en combate el colombiano Camilo Torres. El sacerdote había estudiado sociología en Lovaina y en 1965 se sumó al Ejército de Liberación Nacional (eln). Camilo se convirtió en un ícono para la izquierda cristiana del continente, incluso para aquellos que no estaban dispuestos a tomar las armas pero se identificaban con su compromiso martirial. En 1967, un grupo de 18 obispos de América, Asia y África, a iniciativa de Helder Câmara, dio a conocer un documento con el propósito de aplicar en sus regiones la Populorum progressio. Allí se denunciaban los desequilibrios económicos mundiales que generaba el capitalismo y se advertía que «Dios no quiere que haya ricos que aprovechen los bienes de este mundo explotando a los pobres». En 1968, la segunda conferencia del Consejo Episcopal Latinoamericano (celam) en Medellín buscó adaptar las conclusiones del Concilio a la realidad latinoamericana. Este evento marcó un hito en la historia de la Iglesia en el continente debido a su enfoque transformador. El documento final exponía la profunda renovación del discurso eclesiástico, caracterizado por una nueva conciencia social, política y económica ante la pobreza y la injusticia, destacando la opción preferencial por los pobres. La teología de la liberación emergía en un marco de compromiso social y búsqueda de la liberación integral.
Un conjunto de obras aparecidas entre fines de la década de 1960 y principios de la de 1970 serían consideradas como fundadoras de esta línea que se convertiría en la gran innovación teológica a escala universal de la época. En 1969, el presbiteriano Rubem Alves publicó en Estados Unidos su tesis de doctorado con el título A Theology of Human Hope [Una teología de la esperanza humana], un preámbulo importante a la teología de la liberación. Entre los intelectuales católicos, fue el peruano Gustavo Gutiérrez quien redactaría una obra fundacional. Desde 1964 se venían desarrollando reuniones de teólogos católicos latinoamericanos en las que se había ido conformando una sociabilidad que poco a poco consolidaría una red de intelectuales liberacionistas. En 1968, Gutiérrez utilizó por primera vez la expresión «teología de la liberación» en una exposición a los miembros de la Oficina Nacional de Información Social (onis) reunidos en sesión en Chimbote (Perú). En 1971, publicaría en Lima Teología de la liberación. Perspectivas,[1] donde desarrollaría en forma completa no solo una nueva teología, sino lo que entendía era una nueva forma de hacer teología. Por supuesto, el libro se hacía eco de los sufrimientos de los desposeídos del subcontinente y era una convocatoria a los cristianos a involucrarse en el proceso de cambio, juzgando que el proyecto desarrollista ya estaba agotado. Sin embargo, lo que sin duda trasciende en esta obra es la idea de que la teología no debería servir ni como un debate sobre abstracciones celestiales ni como coartada para los poderosos. La teología podía sumarse de pleno derecho a otras ciencias que pudieran ser instrumentos para la crítica y la transformación social.
A partir de aquí, los encuentros de teólogos liberacionistas –a los que deberíamos sumar también los filósofos de la liberación, una corriente paralela pero diferenciada de los teólogos– y sus publicaciones adquieren un ritmo frenético. Un relevamiento de la revista francesa Foi et Développement de 1973 calculaba que ya existían más de 1.000 publicaciones sobre el tema. En 1969, Juan Luis Segundo publicó el primer volumen de su Teología abierta para el laico adulto; en 1970, Arturo Paoli publica Diálogo de la liberación; en ese mismo año, Eduardo Pironio escribe dos artículos en Criterio sobre la teología de la liberación; en 1972, el franciscano Leonardo Boff publica en portugués Jesus Cristo libertador, rápidamente traducido al español; y en 1973, Ignacio Ellacuría edita su Teología política en El Salvador.[2] Para 1976, ya había sido creada la Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo (eatwot, por sus siglas en inglés), que realizó su primer congreso en África ese mismo año; Gutiérrez, el filósofo Enrique Dussel y el teólogo Hugo Assmann participaron en la nueva institución. Los vientos de cambio impactaron de manera similar en el campo evangélico.
En los años 60, muchas iglesias del protestantismo histórico vivieron un proceso de nacionalización y cortaron definitivamente los lazos que las unían a sus iglesias madres en Europa y EE.UU. Y su teología se vio conmovida por el espíritu de época que recorría América Latina. El teólogo presbiteriano Richard Shaull, quien había recorrido Colombia, Brasil y Argentina, sostenía en 1962 que el protestantismo estaba siendo llamado a penetrar íntimamente «la psicología, cultura y vida de cada pueblo latinoamericano».[3] En 1966, se preguntaba directamente qué podía hacer la teología por la revolución. Junto con José Míguez Bonino, Julio de Santa Ana y Rubem Alves serían los más importantes representantes de la teología de la liberación en su versión protestante. Sin embargo, y esta es otra característica de los años 60, las fronteras entre las teologías cristianas se estaban disolviendo.
¿En qué áreas fue innovadora la teología de la liberación? En principio, implicaba una vuelta de tuerca sobre la tradicional «doctrina social de la Iglesia» que, al menos desde el siglo xix, buscaba ponerle un freno a la voracidad del mercado. En diálogo con las ciencias sociales, los liberacionistas hablaban ahora con las categorías del estructuralismo y, a veces, del marxismo. En particular, en el centro de la reflexión apareció la idea del oprimido, del explotado, una teología de las víctimas que, sin ser del todo novedosa si pensamos en la tradición judeocristiana, se politizaba en una región que ardía frente a la posibilidad de cambios rápidos y, en muchos casos, violentos. La exploración de los teólogos de la liberación se dirigía hacia una nueva cristología, es decir, a una reflexión central en el cristianismo sobre la figura de su fundador, y planteaba una eclesiología que cuestionaba el estrecho vínculo entre Iglesia y Estado que se remontaba a la época constantiniana y recorría la historia europea y americana. Finalmente, el liberacionismo propuso también una nueva espiritualidad y una nueva estética, con figuras rutilantes de la literatura de la década de 1970 como el sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal.La teología de la liberación comenzó como un movimiento homogéneo, pero se diversificó con el tiempo. En la década de 1960, el «oprimido» era visto como un sujeto económicamente sometido, parecido al proletario marxista. En los años 70, el debate se centró en el sometimiento cultural de América Latina frente a eeuu y Europa. Este enfoque nativista defendía cierta pureza cultural y asociaba el imperialismo económico y cultural. La teología del pueblo, originada en Argentina, puso énfasis en la cultura y las creencias populares, diferenciándose de los liberacionistas cercanos al marxismo. Estos últimos veían las prácticas religiosas populares como conservadoras, como una deformación del mensaje revolucionario de Cristo, como formas más cercanas a la magia que a la fe; mientras que los teólogos del pueblo rechazaban el «vanguardismo» revolucionario de los sacerdotes liberacionistas y proponían un catolicismo que «aprendiera» del saber ancestral de los sectores populares.
La llegada de Karol Wojtyła al trono de Pedro marcó el inicio de un periodo de persecución contra los teólogos de la liberación, apoyada por los sectores conservadores. Juan Pablo ii buscó reconstruir una forma de autoridad eclesiástica que, desde su perspectiva y la de quienes lo acompañaron, se había licuado en los años del Concilio Vaticano ii y el posconcilio. La «reconstrucción de la unidad» era un eufemismo para limitar el pluralismo ideológico que se había instalado en el seno de la Iglesia: una vigorosa opinión pública que, si para los cánones del conservadurismo romano había cometido demasiados «excesos», lo que había intentado era una relación más adulta entre intelectuales confesionales y autoridad eclesial. Lo cierto es que, desde la iii reunión del celam en Puebla de los Ángeles en 1978, el papa intentó «poner en caja» a los liberacionistas, en especial, a quienes se habían atrevido a cruzar el Rubicón ideológico que la Iglesia había fijado en el siglo xix y se habían animado a establecer un diálogo con el marxismo. Más que el interlocutor –que en muchos casos prestó poca atención a los cristianos y vivía su propia crisis de identidad–, lo que afectaba a la estructura de autoridad romana era la autonomía que habían ganado los intelectuales en la Iglesia y el prestigio propio que habían adquirido figuras como Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff, Juan Luis Segundo, Ignacio Ellacuría, Enrique Dussel, Jon Sobrino, Paulo Freire... Sus libros tenían una respetable difusión, se publicaban en Europa, ellos tenían cargos en instituciones eclesiásticas, eran convocados como peritos, habían hecho crecer las cátedras en las universidades confesionales y se habían multiplicado las revistas que dirigían.
El cuestionamiento a la teología de la liberación no fue solo un conflicto entre Roma y América Latina. Los propios teólogos y obispos conservadores latinoamericanos fueron quienes llevaron a Roma –y antes difundieron en el continente– los cuestionamientos ideológicos a los liberacionistas. Desde 1972, a la cabeza del celam, el obispo de Bogotá Alfonso López Trujillo llevó adelante una sistemática persecución de la teología liberacionista. En 1974, López Trujillo organizó un encuentro opositor en la ciudad española de Toledo y ese mismo año publicó Liberación marxista y liberación cristiana.[4]
En 1985, junto con otros antiliberacionistas (como el franciscano Boaventura Kloppenburg), firmaría el Manifiesto de los Andes, en una reunión convocada por la revista Communio, que editaba, entre otros, el entonces cardenal Joseph Ratzinger.
En 1983, Juan Pablo ii, recién arribado a Managua, reprendió con su dedo índice a Ernesto Cardenal, el poeta, sacerdote de la teología de la liberación y ministro de Cultura sandinista. El sacerdote arrodillado esperando la bendición se convirtió en un duro mensaje de cómo pretendía el nuevo sucesor de Pedro que se ordenaran las relaciones entre la jerarquía y los intelectuales. Durante la década de 1980, la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida por Ratzinger, emitió dos documentos críticos de la teología de la liberación: Libertatis nuntius (conocida como «la instrucción») en 1984 y Libertatis conscientia en 1986. Los textos, si bien cuestionaban lo que consideraban «peligros» de esta teología, advertían que no debían ser usados por quienes «se atrincheran en una actitud de neutralidad y de indiferencia ante los trágicos y urgentes problemas de la miseria y de la injusticia». Sin embargo, los grupos conservadores sostuvieron que se trataba de una clara condena al liberacionismo. Los teólogos de la liberación cuestionaron como falsedades muchas de las afirmaciones, pero –y esto es lo más importante– se defendieron en forma pública de las acusaciones, manteniendo un diálogo –no siempre cordial– con la autoridad romana.
Una condena global a la teología de la liberación habría generado una reacción también global, de muchos intelectuales cristianos latinoamericanos que, si bien no necesariamente se identificaban con ella, la veían como un positivo desarrollo autóctono. Pero en forma paralela a los documentos, se produjeron censuras personales. Es decir, en contra de la doctrina tradicional, se condenó a los pecadores más que el pecado. El brasileño Leonardo Boff sufrió primero un juicio canónico y luego una condena a dos años de silencio. La misma pena recibió en 1995 la teóloga brasileña Ivone Gebara por su postura frente al aborto. En 1989, la Confederación Latinoamericana y Caribeña de Religiosos (clar) vivió una crisis interna por la censura que el celam y el Vaticano querían aplicar al proyecto «Palabra y vida», a propósito del v Centenario de la Evangelización en América Latina. Otros teólogos liberacionistas fueron perseguidos mediante largos procesos, se publicaron advertencias episcopales sobre ciertas obras, más o menos sutiles formas de censura menos aceptables en tiempos posconciliares.
Si la reacción tradicional de los intelectuales cristianos frente a la censura romana había sido, antes del Concilio, el silencio o el travestismo de las ideas, lo que apareció luego de la advertencia de Ratzinger fue una inesperada solidaridad que mostraba el vigor que tenía la teología de la liberación dentro y fuera de América Latina y las redes que habían construido los liberacionistas. En 1984, los profesores católicos de la República Federal de Alemania firmaron una carta en apoyo a Gustavo Gutiérrez, ese mismo año la revista progresista Concilium se solidarizó con la teología de la liberación y en septiembre de 1989 un grupo de teólogos brasileños salió públicamente en su defensa. Boff argumentaba que, si Roma conociese la realidad del subcontinente latinoamericano, «habría tenido la oportunidad de captar la diferencia entre un abordaje teórico del tema y un abordaje práctico sobre la acción liberadora». Jon Sobrino fue terminante, afirmando que la instrucción desfiguraba seriamente la teología de la liberación: «parece no conocerla bien en lo que cita supuestamente de ella y no conocerla bien en aquello a lo que ni siquiera alude».[5]
La caída del Muro de Berlín, en 1989, y la derrota electoral de los sandinistas en Nicaragua, en 1990, produjeron un reflujo general de la izquierda, y la teología de la liberación no fue una excepción. Paradójicamente, el fin de la Guerra Fría –con la finalización de las acciones de la izquierda revolucionaria en Centroamérica– permitió que se abriera una instancia de reconciliación entre Roma y los liberacionistas. La teología de la liberación volvió a un cauce académico, en un clima en el que cada vez más las utopías que proyectaba en las décadas de 1970 y 1980 fueron sustituidas por la idea de «resistencia» al neoliberalismo. Esa nueva agenda implicaba una autocrítica por parte de los liberacionistas. La teología de la liberación fue cuestionada por proponer un falso universalismo y por la dilución de lo específicamente teológico en lo político, crítica que también recayó en las ciencias sociales y su falta de autonomía en los años 70. En 2005, el sociólogo y filósofo de la religión Otto Maduro reconocía, en una reunión en la Universidad Católica de Porto Alegre, entre otros errores, que los liberacionistas no habían apreciado la diversidad del mundo de los pobres. Por otro lado, al haber sido una teología creada por «hombres célibes», había atendido muy poco a la subjetividad y la sexualidad y, sin duda, había marginado a las mujeres. Finalmente, la primigenia teología de la liberación había desatendido el problema del medio ambiente y apoyado acríticamente a los regímenes socialistas.
De las transformaciones operadas en la teología de la liberación en estas décadas, la más impactante es, sin duda, la crítica que abrió en su seno la aparición de una teología de la mujer, una teología feminista, una teología mujerista y una teología de las sexodisidencias. En la Europa del posconcilio, en especial en las iglesias reformadas, habían surgido algunas líneas teológicas que sumaban a las mujeres a una corriente emancipatoria global. Sin embargo, en América Latina, para la teología (y filosofía) de la liberación, las luchas feministas quedaban subsumidas en la liberación integral del ser humano. Inicialmente, los liberacionistas no manifestaron un interés particular por las cuestiones de género. Sin embargo, con el tiempo, se produjo un diálogo creciente entre ambas corrientes, impulsado en gran medida por las teólogas feministas que se identificaron explícitamente como teólogas feministas de la liberación, tanto en el Primer Mundo como en América Latina. Estas teólogas buscaron analizar la opresión de las mujeres en el contexto más amplio de la clase, la raza y la pertenencia al Tercer Mundo. Para ellas, la interrelacionalidad de la opresión era un hecho fundamental. La teología de la liberación latinoamericana había cuestionado el universalismo de la teología europea, reclamando la singularidad de un conocimiento situado. Sin embargo, su concepción de los «pobres» (como explotados económicos) había vuelto a homogeneizar a un actor bastante diverso. Las teólogas feministas de la liberación latinoamericanas, como María Pilar Aquino e Ivone Gebara, se situaron en un punto crucial de este diálogo, criticando la teología de la liberación por su androcentrismo y la falta de un análisis crítico de cómo se utilizaban conceptos como «mujeres» y «feminidad» para mantener estructuras patriarcales. Argumentaron que, aunque la teología de la liberación se preocupaba por la opresión de los pobres, a menudo pasaba por alto las experiencias específicas de las mujeres pobres, incluyendo cuestiones de ética sexual y derechos reproductivos.
En la década de 1980, las mujeres comenzaron a ganar espacio en la teología de la liberación. En 1985, se celebró en Buenos Aires una reunión latinoamericana sobre teología desde la perspectiva femenina, con figuras como la mencionada Ivone Gebara, Tereza Cavalcanti, Nelly Ritchie y María Clara Bingemer. El encuentro destacó que la experiencia vivida era fundamental para esta teología feminista, rechazando un lenguaje abstracto desconectado de la realidad. Las teólogas buscaban reinterpretar conceptos tradicionales desde la historia y experiencias de las mujeres, afirmando que la opresión y el machismo moldeaban la reflexión teológica. La perspectiva femenina aportaba visiones inéditas, cuestionaba categorías tradicionales y proponía nuevas formas de entender la fe cristiana. Criticaban la teología tradicional por ser androcéntrica y perpetuar la opresión, mientras que la teología femenina conectaba con la vida cotidiana de las mujeres, especialmente las pobres.
En los últimos 25 años, la crítica feminista a las nociones binarias y oposicionales masculino/femenino y el énfasis en la construcción social del género abrieron un espacio teórico para cuestionar las categorías rígidas de sexo y género también dentro de la teología liberacionista. La preocupación por la «liberación sexual» y la crítica a la ética sexual tradicional, basada en presupuestos androcéntricos, sugieren una inquietud por las experiencias y la autonomía de los cuerpos más allá de las normas heteropatriarcales. Una de las pioneras de la crítica fue la original teóloga argentina Marcella Althaus-Reid. Desde la década de 1990 (luego de radicarse en Escocia), se convirtió en una referente de la teología lgbti+. En La teología indecente (2000), Althaus-Reid convocaba a hacer teología «sin ropa interior», luego de vivir la experiencia de recorrer Buenos Aires y sus olores buscando la «fragancia de la teología de la liberación en las mujeres: aroma de sexo y limones».[6] Afirmaba que las mujeres estaban invisibilizadas en el liberacionismo, lo que venía a poner en duda el supuesto de que esta nueva teología partía de la praxis, en la que la reflexión teológica era el «acto segundo». No había una praxis u observación «objetiva». La crítica feminista mostraba las limitaciones significativas en su capacidad para abordar las experiencias y los intereses específicos de las mujeres, en especial las mujeres pobres, en el ámbito de la ética sexual. La finlandesa Elina Vuola sostiene que la ambigüedad y la falta de explicitación del concepto de praxis en la teología de la liberación, junto con una comprensión a menudo abstracta y homogénea de «los pobres», no toman en cuenta las dimensiones de género y reproducción, lo que dificulta la integración plena de una perspectiva feminista crítica.
La teología de la liberación en tiempos de Francisco
La llegada de Jorge Bergoglio al papado en 2013 abrió un sinnúmero de preguntas sobre cuál sería su actitud frente a la teología latinoamericana. En las décadas de 1970 y 1980, Francisco había sido crítico, más que de la teología, de los teólogos liberacionistas. Su repetida consigna «el todo es más que las partes y la mera suma de las partes» se aplicaba a los debates internos del catolicismo como una reprimenda a los teólogos que, con sus «veleidades autonómicas», estaban lacerando a una Iglesia católica que cada vez perdía más predicamento en América Latina.
Existe cierto acuerdo sobre la relación estrecha entre el universo de ideas de Francisco –expresado en sus diversas encíclicas y en comunicaciones más informales– y la teología del pueblo, desarrollada, entre otros, por los sacerdotes Rafael Tello, Lucio Gera, el jesuita Fernando Boasso y Juan Carlos Scannone. Desde 2013 hasta la fecha, se han multiplicado los trabajos que intentan caracterizar esta idiosincrática corriente.[7] Como mencionábamos, una de las diferencias es su rechazo al uso de categorías marxistas (como clase) debido a su carácter europeizante. Pero ¿es una teología que se opone al liberacionismo? ¿Es una teología peronista? ¿Es una forma de integrismo disfrazado de falso progresismo? ¿Es una forma de perpetuar la pobreza de América Latina mediante la glorificación del pobre (el pobrismo)? Scannone, que ejerció el liderazgo intelectual dentro de la Compañía de Jesús de Argentina –y fue uno de los pioneros, junto con Enrique Dussel, de la filosofía de la liberación–, siempre defendió la hipótesis de que la teología del pueblo era una rama de la teología de la liberación, que partía de la misma metodología, aunque no utilizara los mismos conceptos, ni se asomara al diálogo con el marxismo. Para Scannone, la centralidad que ocupaban las nociones de pueblo y cultura era una cuestión de énfasis: los oprimidos de América Latina eran también despojados culturales, amenazados con perder lo poco que los diferenciaba en aras del avance del mercado.
El Bergoglio que miraba con recelo a los teólogos de la liberación en los años 70 y 80, a medida que se afirmó en su trono, se mostró dispuesto a reconciliar a Roma con la teología latinoamericana. Claro que el cambio del contexto geopolítico tras el fin de la Guerra Fría había desempeñado un papel crucial en la disminución de la tensión entre el Vaticano y la teología de la liberación. El surgimiento de desafíos globales como el capitalismo neoliberal creó un nuevo escenario en el que las demandas de la teología de la liberación, como la opción preferencial por los pobres, podían abordarse con menor carga ideológica. Una serie de gestos de Francisco así lo confirmaron: su afectuoso vínculo con Gustavo Gutiérrez, la canonización del obispo salvadoreño Oscar Romero y el levantamiento de sanciones a sacerdotes vinculados a la teología de la liberación, como Miguel d'Escoto Brockmann y Ernesto Cardenal. Más allá de los gestos, Francisco incorporó selectivamente, durante su papado (2013-2025), algunas de sus principales preocupaciones, como la centralidad de los pobres y la crítica a las desigualdades económicas y a la «idolatría del dinero». Su encíclica Laudato si' refleja la influencia del pensamiento ecológico que surgió dentro de la teología de la liberación en la década de 1990. Sin embargo, su aproximación es más pastoral y menos un compromiso intelectual profundo con las elaboraciones teóricas específicas del movimiento. Como ha señalado el teólogo noruego Ole Jakob Løland, la «solución» al conflicto entre Roma y la teología de la liberación se ha dado a través de una integración selectiva de símbolos y preocupaciones, facilitada por el nuevo contexto histórico, lo que permitió una reconciliación entre grupos previamente antagónicos dentro del catolicismo latinoamericano sin que Francisco se convirtiera en un teólogo de la liberación propiamente dicho.
Resulta evidente que la historia de la teología de la liberación es mucho más que un capítulo aislado en los anales del pensamiento cristiano. En términos de agenda política, su contenido fue evolucionando en forma paralela al del resto de los grupos progresistas y de izquierda latinoamericanos. A pesar de las críticas, las persecuciones y los cambios de contexto, la teología de la liberación sobrevivió en buena medida porque se convirtió en una forma de hacer teología que ponía a las víctimas en el locus theologicus. Estimuló debates que aún resuenan y creó una red de intelectuales que pudieron mostrarse sólidamente unidos frente a la autoridad religiosa.
La teología de la liberación se convirtió, en la práctica, en un sinónimo de teología latinoamericana. La reconciliación selectiva con Roma bajo el papado de Francisco no implicó la desaparición de las tensiones históricas, sino quizás una nueva forma de coexistencia en la que algunas de sus preocupaciones centrales, como la opción por los pobres y la crítica a la desigualdad, encontraron un eco renovado. En última instancia, la pregunta que persiste es si el legado de la teología de la liberación continuará inspirando formas de pensamiento y acción que confronten las injusticias sistémicas y promuevan una liberación integral.
José Zanca
Doctor en Historia por la Universidad de San Andrés e investigador independiente de Investigaciones Socio Históricas Regionales / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (ISHIR-Conicet) de Argentina. Ha publicado, entre otros libros, Los intelectuales católicos y el fin de la cristiandad (FCE, Buenos Aires, 2006) y Catolicismo y cultura de izquierda en la Argentina del siglo XX (Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2024).
1.
CEP, Lima, 1971.
- 2.
J.L. Segundo: Teología abierta para el laico adulto I, s./e., Buenos Aires, 1968; A. Paoli: Diálogo de la liberación, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1970; L. Boff: Jesus Cristo libertador, Vozes, Petrópolis, 1972; I. Ellacuría: Teología política, Secretariado Social Interdiocesano, San Salvador, 1973.
- 3.
«Vida y estructura de la iglesia en relación con su testimonio en la sociedad latinoamericana» en El Predicador Evangélico, 6/1962.
- 4.
Editorial Católica, Madrid, 1974.
- 5.
L. Boff, Pablo Richard Guzmán, Ronaldo Patricio Muñoz Gibbs, J. Sobrino y J. de Santa Ana: «Reacciones de los teólogos latinoamericanos a propósito de la Instrucción» en Revista Latinoamericana de Teología vol. 1 No 2, 31/8/1984.
- 6.
M. Althaus-Reid: La teología indecente. Perversiones teológicas en sexo, género y políticas, Bellaterra, Barcelona, 2005.
- 7.
Ver Emilce Cuda: «Teología y política en el discurso del papa Francisco. ¿Dónde está el pueblo?» en Nueva Sociedad No 248, 11-12/2013, disponible en www.nuso.org.